Opinión 

Un mundo de muros


Muro entre Israel y Palestina © ronib1979 / Depositphotos 

En los últimos compases del siglo pasado se juzgó verosímil un mundo sin muros; en las primeras décadas de este, los muros proliferan sin control. Muchos son muros físicos, que fragmentan el territorio con reductos inexpugnables; otros son muros jurídicos, que segmentan las poblaciones con identidades arbitrarias; y los más abrasivos son muros emocionales, que nos separan de nuestros semejantes haciendo imposible la conversación o la convivencia. El gran muro geopolítico es el que separa a Occidente del sur global, teatro de la pugna entre las dos superpotencias y responsable de la ausencia de gobernanza ante los desafíos a que se enfrenta el planeta. Junto a esa gran cesura, los muros que delimitan fronteras entre países o zonas de diferente renta, raza o religión se elevan como perímetros defensivos, desmintiendo que «good fences make good neighbors» y fingiendo poner límites a unas migraciones impulsadas por la pobreza, el cambio climático y los conflictos. Y aún dentro de los países, las alambradas que crean un apartheid de bantustanes dibujan la carcoma que corroe el cuerpo social.

La guerra asimétrica de la Franja de Gaza, con su balance trágico de víctimas civiles, es el último episodio de esa fragmentación desesperada del mundo: ha dividido Europa como no lo había hecho la guerra de Ucrania, y ha suscitado un rebote de este antisemitismo que creíamos desvanecido, cuando solo estaba sumido en el sopor de la hibernación, y listo para despertarse con los primeros soplos de provocación. Avivada a su vez por las migraciones masivas musulmanas, la islamofobia se extiende por el viejo continente, y la victoria electoral del euroescéptico Geert Wilders en los Países Bajos marca un nuevo hito en el ascenso populista y nativista que por doquier levanta muros ante la inmigración. Incendio populista, por cierto, que también devasta América, con el triunfo del extravagante anarcocapitalista Javier Milei en Argentina, un tsunami político que trae ecos del Brasil de Bolsonaro y, de forma todavía más preocupante, los Estados Unidos de Trump, un personaje tóxico que proyecta su larga sombra sobre las presidenciales, cuando amenaza con retornar a la Casa Blanca.

Pero más allá de las políticas populistas o los políticos divisivos, la gran herida de nuestro tiempo es la que separa a los ciudadanos en burbujas comunicativas exclusivas, alimentados por el fragor monocorde de su hermético reducto ideológico o identitario, hasta el punto en que la conversación entre vecinos, familiares o colegas se hace imposible, porque ha dejado de existir un sustrato común de coincidencias o acuerdos. Los gobernantes, que solían comenzar sus discursos de toma de posesión asegurando que trabajarían para todos, les hubieran votado o no, ahora inician su etapa de responsabilidad prometiendo a sus fieles levantar muros: muros frente a las interferencias de los organismos internacionales, muros frente al asilo político o la inmigración económica, y muros frente a sus rivales ideológicos, juzgados indignos de consideración o escucha. Estos muros emotivos, exacerbados por blogosferas sectarias, laceran el cuerpo social y nos dañan a todos, acaso irreversiblemente. Si aún estamos a tiempo, procuremos sustituir los muros por los puentes, porque solo en ellos reside la esperanza. 


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