Mientras debatimos el precio del kilovatio, el fantasma del hambre se abate sobre el mundo. En ambos casos se trata de energía, pero si la exosomática depende de la organización social, la endosomática tiene límites biológicos. Alfred Lotka, que hace un siglo aplicó la termodinámica al mundo de los seres vivos para explicar que la selección natural favorece a los organismos que usan la energía de manera más eficiente, distinguía entre la energía endosomática que consumimos a través del alimento y la exosomática que usamos para mantener nuestra forma de vida. La primera tiene poca variación, y oscila solo entre 1800 y 2500 kcal por persona y día; la segunda, por el contrario, es virtualmente ilimitada, y en los países prósperos puede llegar a ser cien veces superior a la imprescindible para mantenernos vivos. Hoy, preocupados por el suministro del gas que calienta nuestras casas o del petróleo que mueve nuestros coches, nos vemos golpeados por una emergencia alimentaria que puede afectar a decenas de millones de personas: el drama exosomático ha dejado lugar a la tragedia endosomática.
Ajena a esta amenaza colosal, la cumbre de la OTAN en Madrid debatió otros asuntos, suministrando —cuatro meses después— una imagen icónica para el giro histórico del 24 de febrero. La invasión de Ucrania por Rusia produjo una convulsión geopolítica que se ha convenido en denominar Zeitenwende, un cambio de época, y los líderes participantes se agruparon en el Museo del Prado en torno a Velázquez para realizar la foto de familia que expresa su común determinación de enfrentarse a la crisis bélica con un nuevo Concepto Estratégico que ve en Moscú «la amenaza más directa», mientras se asegura que Pekín «intenta socavar el orden internacional». Frente a la distensión que marcó los tres Conceptos redactados desde el final de la Guerra Fría, el aprobado en la capital española hace sonar tambores de guerra, y arrastra a Europa al enfrentamiento político, económico y militar de Estados Unidos y China. Pese a los esfuerzos conciliadores del taciturno Scholz y el hiperactivo Macron, el documento se alinea con Washington al considerar que la potencia asiática «pone en peligro nuestros intereses, nuestra seguridad y nuestros valores», una declaración reforzada por la invitación al encuentro de Japón, Australia, Nueva Zelanda y Corea del Sur.
En violento contraste con el dramatismo sombrío del momento, la cumbre madrileña se orquestó con un programa de visitas turísticas y celebraciones festivas que parecen poco apropiadas cuando un planeta que todavía no ha logrado dejar atrás la pandemia vírica ve emerger nuevos riesgos sanitarios, contempla un panorama económico marcado por el estancamiento y la inflación, y vislumbra en el futuro inmediato grandes hambrunas producidas por el cambio climático y el deterioro de los flujos comerciales, que en el documento final de la cumbre solo merecen una breve mención de la ‘inseguridad alimentaria’ en África y Oriente Medio. A estas calamidades se añade la guerra, y no solamente la que asola ahora las tierras ucranianas, sino la que se perfila como un posible conflicto global devastador. La máxima latina ‘Si vis pacem, para bellum’ tiene hoy una trágica vigencia, pero la preparación de la guerra se compadece mal con la fotografía de los acompañantes delante del Guernica, y es incongruente con la de los mandatarios ante Las Meninas. Muy cerca de esa obra se expone el melancólico Marte velazqueño, y quizá hubiera sido esa mejor ilustración de las tribulaciones de una Europa que no sabe fingir virtudes marciales.
El clima, la pandemia y la guerra han creado la tormenta perfecta: el cambio climático y la creciente desertificación han impactado sobre las cosechas, impulsando migraciones incontenibles; la pandemia vírica ha fracturado las redes logísticas, dificultado el comercio de granos o fertilizantes y promovido la desglobalización; y la guerra de Ucrania, sumada a las sanciones de Rusia y al shock energético, ha puesto en riesgo las exportaciones de dos graneros del mundo. Entre ambos, los dos países suministran casi un tercio del trigo y la cebada que consume el planeta, y tres partes del aceite de girasol, de manera que buena parte de África y Oriente Medio dependen de esas tierras negras eslavas para su alimento, mientras las altas temperaturas y la ausencia de lluvias golpean las cosechas de China o India, los precios de la energía ponen en riesgo muchas explotaciones agrícolas, y multitud de países prohíben la exportación de alimentos. El tercer jinete del Apocalipsis monta un caballo negro, y porta una balanza con la cual pesa el trigo y la cebada, así que es fácil imaginarlo hoy cabalgando por las llanuras de Ucrania.
El país había sido un gran exportador de grano durante el siglo XIX, gracias a la iniciativa de Catalina la Grande, que en los últimos compases del siglo XVIII repobló con agricultores alemanes menonitas el territorio arrebatado al Imperio otomano y fundó la ciudad y el puerto de Odesa como el gran centro del comercio con Europa occidental. Construida bajo la dirección del español y contraalmirante de la Armada rusa José de Ribas, e impulsada por las demandas de grano de los ejércitos movilizados por las guerras napoleónicas, la llamada ‘perla del mar Negro’ fue la gran ciudad europea que creció más rápidamente, convirtiéndose en una metrópoli dinámica y cosmopolita, elogiada por Pushkin o Mark Twain y destino favorito de nobles, artistas e intelectuales. Su talón de Aquiles era el control otomano del Bósforo y los Dardanelos, los dos estrechos que permiten alcanzar el Mediterráneo y los mercados europeos, y de hecho la guerra de Crimea fue provocada por el expansionismo ruso frente al declive otomano, desencadenándose una serie de acontecimientos que muestran un extraordinario paralelismo con la crisis actual, sustituyendo el comercio de cereales por los de petróleo y gas.
Al iniciarse la guerra, el zar Nicolás I interrumpió las exportaciones de grano, y las revueltas del pan en Europa —como ha explicado Scott Reynolds Nelson en Oceans of Grain— hicieron conscientes a Gran Bretaña y Francia del riesgo de la dependencia rusa en el terreno alimentario, interviniendo en el conflicto del lado otomano. Después de tres años en que los combates se desarrollaron en torno a la base naval de Sebastopol, la derrota de Rusia supuso también el ocaso de su protagonismo en el comercio del grano, donde sería sustituida por la pujanza de la producción estadounidense, no recuperándose hasta las dos primeras décadas del siglo XXI, en que ha vuelto a ocupar un papel dominante con la ayuda de subsidios y ventajas fiscales. Pero a mediados del siglo XIX, las dificultades de Rusia beneficiaron incluso a la exportación del cereal castellano, como resumía el dicho popular que atribuía los buenos resultados agrícolas a «agua, sol y guerra en Sebastopol». Si reemplazamos al zar por Putin, y al trigo por los combustibles fósiles, la guerra de Crimea se perfila como una prefiguración de la de Ucrania.
La bandera del país se creó en 1992 superponiendo el cielo azul a las vastas extensiones de trigales dorados, y esa arcadia naif se ve en esta hora asolada por los vendavales de la geopolítica, que opone a Estados Unidos y Rusia en el teatro europeo, orientando a la OTAN hacia el este mientras el sur del continente se enfrenta a inevitables y caudalosas oleadas migratorias que acabarán derribando como un tsunami las vallas que fingen poner puertas a un colosal gradiente económico y demográfico. El intercambio de reproches entre los rusos que bloquean el puerto de Odesa y los ucranianos que han minado sus aguas, cumplan o no el acuerdo al que han llegado con la mediación de Turquía, es un guiñol grotesco que al cabo sufre África, y la incapacidad de los organismos internacionales para garantizar al menos el pan de cada día a esas multitudes hambrientas nos coloca a todos frente a un espejo oscuro: los estragos de la inflación, o los sacrificios a que nos somete la reducción de energía exosomática, palidecen frente a la falta de energía endosomática. Lotka, que nació en la Leópolis hoy ucraniana, lo sabía bien.
El Mundo: El tercer jinete en Odesa