Chile es un oxímoron geográfico. Del desierto a los témpanos, este país interminable repta por el meridiano para reconciliar el fuego con el hielo, deslizándose entre los Andes y el Pacífico con el aplomo del que a la vez se sabe cordillera y océano. Remoto en el espacio y próximo en el tiempo, desde España se percibe como el último sur y la historia más cercana, habiendo vivido su 11 de septiembre en las postrimerías de nuestra propia dictadura, y habiendo seguido su restauración democrática con la emoción expectante de quienes experimentamos igualmente una transición pacífica hacia la libertad política. Tras las frágiles repúblicas populistas y laicas de Azaña o Allende, los sólidos regímenes militares y católicos de Franco o Pinochet establecieron la fraternidad de los que conocen tanto el desorden trágico de la esperanza como el orden totalitario de la resignación, y la construcción de las presentes democracias de mercado rejuveneció con savia económica la argamasa endeble de los lazos culturales.

También en ese terreno simbólico combina Chile ingredientes extremos, mezclando la sustancia local y las formas importadas con la naturalidad que atestigua la arquitectura más reciente, donde la materialidad táctil del cobre o la madera y la respiración pausada del extenso horizonte se decantan en el recipiente cosmopolita de los cánones metropolitanos para componer un paisaje al tiempo periférico y central. Como la España tradicionalista y experimental de los años ochenta, el Chile de esta hora extrae su atractivo de la condición de umbral entre dos mundos, en su tránsito desde el aislamiento involuntario hacia la globalización convencional. Cuando en 1973 el ejército bombardeó el Palacio de la Moneda —fabricando el icono arquitectónico del golpe con la imagen humeante de la sede presidencial— destruía un edificio chileno y extranjero, construido con mano de obra autóctona y trazas europeas, cantería local y herrajes vizcaínos hechos traer de Cádiz por un italiano al servicio de la corona española.

Jorge Edwards ha relatado en El sueño de la historia la aventura austral de aquel arquitecto, Joaquín Toesca, entreverando el retrato de la sociedad colonial con la del Chile contemporáneo, y su mirada tierna e irónica perfila mejor el debate actual que los abismos y cumbres pasionales de Pablo Neruda (con quien compartió destinos diplomáticos, pero no la manie de bâtir que produjo las casas del poeta, tan arduamente fenomenológicas como las Merzbaus de Ciudad Abierta). La herencia intelectual y sentimental del país de Lagos y Lavín reúne el vanguardismo surreal de Vicente Huidobro y el academicismo emotivo de Gabriela Mistral, la cosa creada y la cosa cantada, y acaso sólo en el matrimonio metafórico de Altazor y Lucila Godoy pueda engendrarse hoy el espíritu paradójico de una nación oximorónica en el territorio, pero también en la historia y la cultura, que desde el último Occidente exporta alimentos terrestres y odas elementales a una Europa de sibilas polvorientas y amnésicas.


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