Si hay arquitecturas a puerta cerrada, también las hay al aire libre. Pero no cabe oponer la construcción ‘huis clos’ y la construcción ‘plein air’: edificio y paisaje se funden en secuencias de espacios que se engarzan sin solución de continuidad. No hay cesura tampoco entre el arquitecto que conforma un interior y el que diseña ámbitos exteriores, porque ambos utilizan similares repertorios de geometría, materiales y atmósferas, ambos delimitan estancias y lugares, ambos definen circulaciones e itinerarios, ambos atienden al protagonismo del cuerpo, el tacto y la mirada. Si topografía, accesos y entorno establecen las bases de un proyecto, esas condiciones de perímetro rigen tanto para el edificio como para el paisaje; si clima, orientación y vistas guían la toma de decisiones, eso es tan cierto para la casa como para el jardín; y si necesidades, funciones y programas son el motor del trabajo, ello se aplica igual al inmueble que a la plaza.

Establecida esta amalgama de ámbitos, conviene precisar que por lo general prestamos más atención a las figuras que al paisaje, y examinamos más cuidadosamente los edificios que su entorno. De la misma forma que el observador distraído del lienzo de un maestro antiguo se fija más en los personajes de primer plano, y apenas deja resbalar la vista por ‘los lejos’ del cuadro, miramos con interés minucioso las construcciones que se ofrecen en el centro de la escena, y atendemos someramente a su marco paisajístico. Esta percepción diferenciada, que en el caso de la pintura se refuerza por la consideración subordinada que tiene el paisaje en la jerarquía tradicional de los géneros, se acentúa también en la arquitectura por la menor importancia que de habitual se atribuye a parques o jardines frente a la presencia rotunda de los edificios, cristalizando una relación desigual que contamina tanto la pedagogía como la edición o la crítica.

Aunque la disciplina lleva mucho tiempo procurando otorgar al paisaje el lugar que merece, intentando evitar que se segregue del tronco común de la arquitectura como una profesión aparte, con sus Escuelas, sus asociaciones y sus publicaciones propias, sin duda el camino recorrido es aún insuficiente: ni la formación de los arquitectos refleja la cabal importancia del diseño del entorno, ni sus realizaciones reciben la atención debida, haciendo crónica su posición ancilar. La arquitectura al aire libre, sin embargo, es esencial en la ciudad e inevitable en el campo, reconciliándonos con la naturaleza y permitiendo que las coreografías de la vida colectiva se extiendan sin trabas de los recintos cerrados a los espacios abiertos. Si la investigación social exige el trabajo de campo, y si la creación artística no excluye el apunte del natural, acaso el arquitecto hallará la mejor síntesis de sus saberes en la naturaleza viva de sus paisajes quietos.


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