El petróleo barato es a la vez tentación y oportunidad: tentación de mantener intacto un modelo territorial y tecnológico de alto consumo de energía, al desvanecerse los incentivos asociados a la escasez y la carestía; y oportunidad histórica para cambiar una política energética que estimula el despilfarro y acelera el cambio climático producido por las emisiones de dióxido de carbono. El importante descenso en los precios de los combustibles fósiles —que muchos expertos auguran duradero— es una calamidad para los países productores, cuyas convulsiones internas alteran además delicados equilibrios geopolíticos; pero es una bendición para aquellos carentes de recursos propios y que, como España, deben importar la mayor parte de la energía que consumen. Si se decide aprovechar la bonanza para dejar las cosas como están o si, por el contrario, se utiliza para llevar a cabo la transición hacia las renovables es el gran dilema de esta hora.

Los avances tecnológicos y el desarrollo de la fracturación hidráulica —además de promover la autosuficiencia energética de Estados Unidos y la consiguiente modificación de su política exterior, en el Golfo y otras zonas— han amortiguado la sensación de urgencia asociada a otras crisis petroleras; sin embargo, el consenso científico que vincula el calentamiento global con el consumo de combustibles fósiles, y que en Copenhague 2009 se reveló incapaz de conseguir acuerdos eficaces contra el cambio climático, parece haber suscitado suficiente alarma entre las poblaciones y los gobernantes del mundo como para poder pronosticar un resultado más satisfactorio en la cumbre que se celebrará en diciembre de 2015 en París, de la cual se esperan compromisos vinculantes para la reducción de los gases de efecto invernadero, en esta ocasión asumidos también por las grandes potencias que hasta hoy habían eludido su responsabilidad.

Si el debate energético debe inevitablemente asociarse al climático, no menos importante es vincularlo al ámbito arquitectónico, al urbano y al territorial. Los edificios, en efecto, consumen cantidades ingentes de energía, que pueden reducirse significativamente a través del aislamiento, orientación, protección solar o inercia térmica, para no mencionar la relación crítica entre volumen y superficie de cerramiento. Pero aún más decisivo es sin duda el modelo urbano, donde la densidad y compacidad ofrecen en nuestras latitudes ventajas evidentes, que afectan igualmente al capítulo esencial del transporte; algo que deviene singularmente capital al alcanzar la dimensión del territorio, que sirve de escenario al movimiento insomne de personas y mercancías en las sociedades contemporáneas. La arquitectura y el urbanismo tienen pues un papel protagonista en el debate de la energía y el clima, acaso el mayor desafío al que se enfrenta nuestra generación.

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