Inmersos en la Tercera Revolución Industrial, necesitamos no olvidar la Segunda y la Primera. En el tránsito entre los siglos XVIII y XIX, Europa fue teatro de una colosal mutación técnica y social, la mayor experimentada por la humanidad desde el Neolítico, que condujo desde una economía agrícola y rural a otra industrial y urbana, impulsada por el carbón, la máquina de vapor y el ferrocarril, y a esta transformación hemos convenido en llamar Primera Revolución Industrial. El siguiente cambio radical tendría lugar en la coyuntura entre los siglos XIX y XX, afectaría a un ámbito geográfico mucho más amplio, y de nuevo modificaría la estructura económica y la vida cotidiana bajo el impacto del petróleo, la electricidad y el automóvil, vectores de la denominada Segunda Revolución Industrial. Hoy estamos viviendo una nueva mudanza, gestada a caballo de los siglos XX y XXI, y basada en el doble pilar de las energías renovables y los medios y herramientas digitales, otra transformación histórica para la que se ha acuñado el nombre de Tercera Revolución Industrial, término que emplea el Parlamento Europeo y que el escritor y activista Jeremy Rifkin describe como la combinación de Internet, la electricidad verde y la impresión 3-D con la conocida como ‘economía distribuida’, una forma sostenible de capitalismo que se describe como la organización en red de empresas pequeñas y medias, y que parece ser más eficaz para estimular la innovación que la economía centralizada o la descentralizada inconexa.
El patrimonio industrial es una herramienta material para recordar las mutaciones históricas que nos han hecho lo que somos, y sin cuyo concurso las transformaciones técnicas, económicas y sociales resultan ininteligibles. Al mismo tiempo, los edificios y paisajes que fueron producto y escenario de ese cambio son valiosas estructuras físicas y territoriales donde se acumulan los materiales, la energía y el esfuerzo humano que los hizo posibles, por lo que su conservación o reciclaje para nuevos usos no es sino un razonable imperativo ecológico. Depósitos de la memoria colectiva, y depósitos también de trabajo y talento, los restos construidos de las revoluciones industriales merecen conservarse como parte esencial de nuestro patrimonio mental y material. Pero al igual que la memoria de los hechos más trágicos de nuestro pasado común debe templarse por una voluntad de reconciliación que exige la amnistía de la amnesia, la memoria de los logros más sobresalientes de nuestra historia técnica e industrial no debe excluir prescindir de ellos cuando su pervivencia física constriñe las transformaciones exigidas por el cambio social, evitando el síndrome de ‘Funes el memorioso’, el personaje de Borges cuya infinita capacidad de recordar condena a la inmovilidad. Discriminar entre lo que merece recordarse y lo que puede olvidarse, entre lo que debe conservarse y lo que puede desaparecer, es una tarea difícil y arriesgada, pero también un desafío imprescindible para las sociedades de la Tercera Revolución Industrial.