Opinión 

Trastornos ornamentales

Luis Fernández-Galiano 
31/12/2002


La modernidad es de Marte, y la posmodernidad de Venus. Alternativamente marcial y marciana, la disciplina moderna ha venerado el rigor y el futuro, construyendo un paisaje mental donde el ornamento es un delito contra la eficacia y el progreso. Venérea o venusina por su parte, la complacencia posmoderna ha reemplazado la norma por la sensualidad y el misterio, fabricando objetos emocionales maquillados para la seducción y la magia. En el actual tiempo del mundo, esa modernidad impositiva y masculina parece tan obstinada y peligrosa como los estrategas belicistas de la Casa Blanca, más inclinados a someter por la fuerza que a doblegar por el encanto. Pero cuando las jerarquías se cuartean bajo la pulsión subterránea de los deseos en conflicto, sólo las armas femeninas de una posmodernidad persuasiva pueden arbitrar en las pugnas suicidas de un planeta indócil. La ficción del ornamento aparece así como un ropaje equívoco que reconcilia fatigando las aristas de las identidades testarudas.

El ornamento desempeña entonces un papel no muy distinto al de la hipocresía o el protocolo diplomático, la urbanidad o la cautela del trato social, la cosmética o el teatro del encuentro. Disolviendo la contundencia geométrica con patrones de ritmo y convención, aliviando la desnudez hiriente de las superficies con texturas y temblores, e iluminando la grisalla rigorista o el blanco expeditivo con un turbión cromático, la arquitectura enmascara su ruda franqueza, endulza su perfil rotundo con un ropaje de carnaval, y encuentra en el don de la ebriedad la tolerancia amable con la verdad del otro. Este tránsito del Apolo exigente al Dioniso exaltado es un camino no exento de riesgos delictivos, que obliga al arquitecto a pecar contra el gusto reductivo y a violar las normas de la anorexia estilística; pero es también una ruta de liberación sensorial que permite circular de la inteligencia a la emoción, del orden abstracto a la fascinación figurativa, y de la modernidad dórica a la posmodernidad corintia.

Se dirá que el ornamento es accesorio, y no podrá negarse; pero en la economía libidinal nada es más necesario que lo superfluo. Se dirá que el ornamento es superficial, y de nuevo deberá concederse; pero en la geografía de la seducción nada es más profundo que la piel. Y se dirá que el ornamento es efímero, y otra vez habrá de admitirse; pero en la historia de la percepción nada es más duradero que los motivos fugitivos, habitantes tenaces de un tiempo circular. La ‘arquitectura degenerada’ del ornamento no tiene que pedir disculpas por su belleza culpable; esa entartete Bau no es un delito, sino un trastorno: una figura embarazosamente ataviada para la morigeración minimalista, pero ‘vestida para matar’ a la manera femenina, combinando sugerencia y atracción; en el polo opuesto al dressed to kill masculino, desgraciadamente demasiado literal en esas tropas expedicionarias del Golfo que estos días colonizan las pantallas y las retinas, y frente a las cuales se desvanecen nuestros tibios trastornos ornamentales.


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