Opinión 

Abstracción material

Luis Fernández-Galiano 
30/04/2016


¿En qué estilo debemos construir? Con este título publicó en 1828 un polémico libro el joven arquitecto Heinrich Hübsch, argumentando que el progreso técnico y el cambio social habían hecho obsoleto el estilo neoclásico, y provocando así un vivo debate en el mundo germánico que se expresó en las revistas creadas durante las dos décadas siguientes. Por más que en aquella ocasión el eclecticismo historicista acabara imponiéndose, la pregunta ha seguido formulándose periódicamente, porque la elección de un lenguaje no es sólo una decisión técnica o artística, sino moral. El idioma arquitectónico está desde luego condicionado por los medios materiales disponibles, por los usos sociales que se atribuyen a los edificios, y por la capacidad de transmitir mensajes inteligibles con sus formas, pero ni este marco de referencia conduce necesariamente a un lenguaje único, ni el pluralismo estilístico es la inevitable consecuencia de la variedad de intereses y de actores que intervienen en la arquitectura.

Al igual que ocurre en la lengua literaria, la elección estética conlleva una posición ética, y un breve excurso por nuestro idioma puede ofrecer un ejemplo ilustrativo. En la España de comienzos del siglo XX se escribía —como observó José María Valverde y ha recordado Ignacio Echevarría—una prosa barroca, «inepta para el fluido intercambio de las ideas», que escritores como Azorín, Pío Baroja o Antonio Machado se empeñaron en sustituir con una prosa llana, huyendo de la espectacularidad y el lirismo de Ortega y Gasset o Gómez de la Serna, lo mismo que en la Transición harían gentes como Gil de Biedma, que expresó bien la fatiga de su generación con la prosa de intención poética: «la prosa, además de un medio de arte, es un bien utilitario, un instrumento social de comunicación y de precisión racionalizadora, y no se puede jugar con ella impunemente a la poesía... sin enrarecer aún más la cultura del país y sin que la vida intelectual y moral de sus clases ilustradas se deteriore.»

Sustitúyase ‘prosa’ por ‘arquitectura’ en la cita anterior, y el juicio taxativo del poeta sigue teniendo sentido. Como bien utilitario e instrumento social de precisión racionalizadora, quizá la arquitectura demanda, al igual que el lenguaje, un esfuerzo de desnudamiento radical y de eliminación de lo superfluo, que aquí hemos cartografiado con varias obras europeas que amojonan un territorio geográfico y espiritual cuyo baricentro se localiza en la Suiza germánica. Estas arquitecturas ásperas y austeras, grávidamente materiales y despojadamente abstractas, son manifiestos estéticos, pero también expresión de posiciones morales, porque los tiempos reclaman un lenguaje llano que practique la cortesía de la claridad, que muestre su depuración artística con la elegancia seca de sus fábricas, y que alcance su condición esencial a través de su naturaleza desornamentada. Si dos siglos después volvemos a repetirnos el interrogante de Hübsch, acaso en estos pagos se encuentre la respuesta. 


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