Deslumbrados por los relámpagos bélicos de Ucrania y Oriente Medio, estamos ciegos ante la agonía de Sudán. El desenlace de la guerra de Ucrania es importante para los europeos, y muy incierto por las grietas en el apoyo al país que se advierten en el este del continente, además de por el riesgo que supone el retorno de Trump a la Casa Blanca. La destrucción de Gaza por el ejército de Israel, que en su respuesta al bárbaro ataque de Hamás ha lanzado sobre la Franja 70.000 toneladas de bombas, y que ha reaccionado a las provocaciones de Hezbolá e Irán extendiendo la guerra al Líbano, ha despertado en todo el mundo los fantasmas ominosos del antisemitismo y la islamofobia. Pero ninguno de estos desastres tiene la dimensión en vidas humanas de la guerra civil de Sudán, donde la devastación de las ciudades, los desplazamientos de las poblaciones y la mayor hambruna de las últimas décadas amenazan con causar por encima de dos millones de muertes en los próximos meses. La revista The Economist ha dedicado un extenso informe al conflicto, que considera la peor crisis humanitaria del planeta.
El tercer país mayor del continente está arrasado por los combates entre dos ejércitos rivales, las Fuerzas Armadas de Sudán y las Fuerzas de Apoyo Rápido, ambos dirigidos por señores de la guerra sin diferencias significativas en lo ideológico o en lo étnico, y sin otro propósito que adueñarse de los despojos del conflicto. La capital Jartum está en ruinas y, según el semanario británico, las fosas donde se apilan alrededor de 150.000 víctimas pueden distinguirse desde el aire. Más de diez millones de personas han debido dejar sus hogares, y sobreviven en campos de refugiados, sin apenas alimento tras los incendios que han destruido tierras y cosechas. Ambos ejércitos reclutan a niños, masacran a civiles y usan las violaciones o el hambre como armas de guerra. El genocidio de Darfur en 2003 o la secesión de Sudán del Sur en 2011 produjeron centenares de miles de víctimas, pero la actual tragedia puede tener una dimensión mucho mayor, y se desarrolla ahora fuera de las pantallas de un mundo asediado por múltiples crisis, que ha sumergido en el silencio el sufrimiento de Sudán.
Tanto los Emiratos como Irán y Egipto arman a los contendientes, y mientras Rusia, Arabia Saudí, Turquía y Catar intervienen persiguiendo sus propios intereses, la carnicería de Sudán exporta refugiados y mercenarios a países limítrofes como Chad, Etiopía o Libia, creando una crisis geopolítica que puede causar ondas de desestabilización en tres continentes. El impacto en Europa es ya significativo —el 60% de los actualmente acampados en Calais son sudaneses—, y puede superar los shocks migratorios producidos en su momento por las guerras de Siria y Libia, en un momento en que este asunto es central en la agenda política de muchos de los países de la UE. Josep Borrell describió polémicamente nuestro continente como un jardín rodeado de jungla, deplorando que en cada vez más lugares del mundo impere la ley de la selva, que no es otra que la voluntad del más fuerte. Pero el privilegio de vivir bajo el imperio de la norma no puede conducir a que los habitantes de este jardín retórico den la espalda a los que sufren, ignorados en una tierra infeliz donde no existe otra ley que la de las armas.