Padecemos patologías de la memoria. Tanto los individuos como las sociedades necesitan equilibrar la memoria y el olvido, fijando la identidad personal o colectiva y a la vez despejando la conciencia para facilitar la inserción de lo nuevo. Sin embargo, hoy adolecemos al tiempo de memoria excesiva y de memoria efímera: los laberintos digitales almacenan cantidades ingentes de información trivial, que pueden excavarse para usos comerciales o emplearse como munición para destruir reputaciones o vidas; de forma simultánea, el tsunami contemporáneo de datos o noticias ahoga con su caudal cualquier recuerdo significativo, enseguida borrado por la impresión siguiente. Frente a la hibris de la memoria interminable, y frente a la tabula rasa del endecasílabo exacto de Gimferrer —‘si pierdo la memoria, qué pureza’—, quizá deberíamos reclamar la ataraxia social que alcanza una serenidad fértil trenzando recuerdos y olvidos.
El culto de la memoria, que ha promovido un sinnúmero de monumentos conmemorativos y orquesta la actividad cultural con una multiplicación de efemérides o aniversarios, adquiere a menudo los perfiles de una liturgia huera. Si lo que se conmemora son además desastres y matanzas, el periplo por esos ‘lugares de memoria’ se convierte en un rito nacional y ciudadano que combina el reforzamiento de la identidad separada con la exhibición de la piedad patriótica, en una exaltación del sentimiento que mueve más a la reparación que a la reconciliación y el perdón. La poetisa polaca Wislawa Szymborska, que vivió en primera persona las tribulaciones de su país, defendió elocuentemente ‘el imperativo moral del olvido’, precisamente el hilo conductor del reciente libro del periodista David Rieff, Elogio del olvido, que resume su experiencia de cronista de los desastres del siglo advirtiendo contra los excesos de la memoria.
La amnistía exige la amnesia, y es difícil imaginar un proyecto colectivo de vida en común que no requiera la cauterización del rencor a través del olvido. El recuerdo minucioso de cada ofensa y cada desdén es tóxico para las personas incapaces de aliviar la memoria de ese lastre ominoso, y la conmemoración ritual de cada sangre derramada puede cegar patéticamente el futuro colectivo. En la memoria compartida a menudo se enredan la justicia y la represalia, el deseo legítimo de reparación y la pulsión pasional del castigo, haciendo más pedregoso el camino hacia el compromiso y el acuerdo. Ante las catástrofes de la historia y el difícil engarce entre justicia y paz, algunos enarbolan como única divisa ‘fiat iustitia et pereat mundus’; pero si la memoria justiciera no facilita la reconciliación, quizá un lema mejor bajo el que situar el equilibrio justo de recuerdos y olvidos sea al cabo el de Azaña: ‘paz, piedad y perdón’.