Opinión 

Más por menos

Luis Fernández-Galiano   /  Fuente:  El País
31/08/2010


Los clásicos aconsejan no desear rosas en invierno. Nuestro mundo, sin embargo, está construido con deseos fuera de sazón, y esos apetitos indebidos gobiernan los mercados y las vidas. La temperatura del consumo regula los flujos financieros y la economía libidinal, en una madeja de redes que oprime o sujeta los cuerpos obesos de los países y las gentes. Desazonados, intentamos entender lo que nos pasa, pero evitamos constatar que nos pasan y nos pesan demasiadas cosas. Ese lastre de objetos innecesarios y necesidades arbitrarias gravita sobre un tejido material y social que se deforma bajo su peso, creando una deuda de deseo tan incandescente y tóxica como la deuda monetaria que hoy nos tiene a todos en vilo, pendientes de contagios que pueden socavar la estabilidad de nuestros ecosistemas económicos. La actual crisis parecía una tormenta perfecta capaz de limpiar el aire de tanta contaminación, pero su violencia feral va creando más bien un desorden selvático, y acaso sólo podamos capear esta tempestad arrojando por la borda lo superfluo. En el territorio de la arquitectura, donde los excesos han sido tan notorios durante los últimos tiempos, dos eventos recientes prefiguran quizá una mudanza de actitudes: un congreso celebrado en junio en Pamplona bajo el lema ‘más por menos’ y una exposición que se muestra desde octubre en Nueva York con el título ‘Pequeña escala, gran cambio’. Ambos defienden una arquitectura que sitúa las necesidades colectivas en el centro de su actividad, y que se pone en suma al servicio de la vida.

Con todo, estas arquitecturas de la necesidad son también arquitecturas del deseo, por más que ese deseo se oriente a la exacta dignidad de lo cotidiano en lugar de a las extravagantes ofertas de lo excepcional, cuyo resultado cuantitativo ha sido una burbuja inmobiliaria que ha devastado nuestros paisajes y nuestras finanzas, y cuya expresión cualitativa ha sido una cosecha de obras icónicas que, con extraordinario coste económico, han promovido la originalidad como el único atributo que otorga visibilidad en la cultura mediática, en demérito de la elegancia silenciosa del despojamiento y la subordinación a las demandas esenciales de la sociedad. Hace treinta años resumía telegráficamente en un artículo de opinión (‘Arquitectura de papel, papel de la arquitectura’) la situación que entonces atravesaba esta disciplina: «En las últimas dos décadas hemos visto el énfasis tecnológico de los primeros sesenta sustituido por la pasión sociológica de los setenta, y ésta a su vez sucedida por el ardor artístico que se configura nítidamente como el rasgo más característico del inicio de los ochenta». Ha pasado mucho tiempo, y aquel ardor artístico encendió una hoguera de vanidades que, extinguido el fuego, sólo deja tras de sí sabor a ceniza. Pero en el malpaís escombrado de escoria por la erupción volcánica de la prosperidad impostada, una nueva generación se esfuerza en ofrecer más por menos, cambiando el mundo y transformándonos a todos con su estética de lo necesario y con su renuncia a desear rosas en invierno.

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