La columna de humo del 11-S, que dibujaba espectralmente el recuerdo de los rascacielos, fue seguida pronto por el proyecto de levantar dos torres de luz —materializadas con focos dirigidos al cielo seis meses después de la catástrofe— sin que pesaran gran cosa los ominosos ecos históricos de la catedral de luz diseñada por Albert Speer en el Zeppelinfeld de Núremberg. Pese a las distancias abismales entre las dos épocas y las dos sociedades, hay una conexión palmaria entre la exaltación del patriotismo y las pulsiones agresivas: si se puede argumentar que el Palacio de Kabul sufrió por parte de la aviación americana el castigo infligido en 1945 al Reichstag berlinés, no es fácil soslayar el vínculo entre las ruinas islámicas de Beirut, Sarajevo o Grozni y el terrorismo que destruyó las Torres Gemelas; por más que el Líbano sufriera una guerra civil, en Bosnia la intervención occidental se hiciera en defensa de los musulmanes y en Chechenia las devastaciones fueran obra de la artillería rusa. Palestina primero, e Irak después, han creado una cesura entre el Islam y el imperio que augura un futuro apocalíptico. Sólo cabe esperar, con Boticelli y Giacometti, que en los campos esculpidos por las bombas y transformados en cementerios, las lápidas removidas dibujen su promesa de resurrección...[+]