El juego es algo serio. Los neoplatónicos usaban los oxímoron serio ludere o iocare serio para referirse a una forma liviana de tratar asuntos graves, en la tradición socrática de buscar la verdad a través del diálogo. En el mundo contemporáneo, la teoría de juegos ha desarrollado herramientas matemáticas para entender la toma de decisiones en multitud de campos, de la economía o la política a la estrategia militar, y el homo ludens que describió Huizinga para subrayar la función social del juego ha transitado desde los más elementales juegos infantiles hasta el mundo de los videojuegos, un sector que factura más que el cine y la música juntos, y que hoy se extiende al metaverso. El deporte no es sino un juego transformado en espectáculo, pero similarmente codificado con reglas y en el que interviene el esfuerzo y el azar. «Todo lo que sé con mayor certeza sobre la moral y las obligaciones de los hombres, se lo debo al fútbol», escribió Albert Camus, haciendo un elogio de las virtudes formativas del deporte que contrasta con Match Point, la película de Woody Allen que subraya el papel de la suerte en el tenis o en la vida.
La revista Time elabora cada año la lista de las 100 personas más influyentes y la de los 100 emergentes más prometedores, y en las relaciones de 2022 solo hay dos españoles, Rafael Nadal en la primera y Carlos Alcaraz en la segunda, dos tenistas en cuya biografía el elemento del azar debe subordinarse al del talento y el esfuerzo. Si Nadal ha logrado en el Open de Australia y en Roland Garros los dos trofeos que elevan a 22 sus títulos en el Grand Slam —la cifra más alta obtenida por un jugador masculino—, y si Alcaraz ha escalado hasta el primer puesto del ranking ATP tras ganar el US Open, convirtiéndose en el número uno más joven de la historia, los éxitos que este año avalan su presencia en la lista se basan en el trabajo más bien que en la fortuna, y eso los convierte en figuras modélicas para un país reacio a reconocer y premiar el mérito en la selección de sus élites políticas y económicas, con demasiada frecuencia cooptadas a través de vínculos familiares, sociales o ideológicos, lo que quizá convierte al deporte de competición en el último refugio de una meritocracia basada en el talento, en la formación y en el esfuerzo.
En la lista de Time hay dos arquitectos, Francis Kéré y Maya Lin, tan precoces en su carrera como los tenistas —Kéré ganó el Premio Aga Khan con una escuela construida en su natal Burkina Faso y proyectada en Berlín cuando aún era estudiante, mientras Lin estaba también en la universidad cuando ganó el concurso para levantar en Washington el Monumento a los Veteranos del Vietnam—, y tenaces como ellos en el cultivo de su talento a través del trabajo para llegar a ser las figuras en que se han convertido: el primer africano en ser galardonado con el Premio Pritzker, y una hija de inmigrantes chinos que es hoy una artista y paisajista de reconocimiento unánime. ¿Les acompañó la fortuna en sus éxitos juveniles? Acaso como a la arquitecta mexicana Frida Escobedo, única representante de la profesión en la lista de emergentes, que tras construir el pabellón de la Serpentine Gallery ha ganado este año el concurso para ampliar el Museo Metropolitano de Nueva York, dos match points que auguran una carrera excepcional, pero que deberá seguir cimentándose en la disciplina y el esfuerzo: esas son las reglas del juego.