Miramos con temor al Este, pero el Este está también al Sur. Hemos visto el caos causado por el Daesh en el Oriente Próximo, pero el yihadismo lleva tiempo desestabilizando el Sahel; y nos conmueve la tragedia de Ucrania, pero Rusia está en Argelia, y con el Grupo Wagner en Mali o Burkina Faso, donde los recientes golpes de Estado han conducido al repliegue de la presencia militar francesa, que intentaba ofrecer seguridad a través de la Operación Barkhane. El mar de Alborán es la frontera con un mayor gradiente económico y demográfico del mundo, así que quizá el más importante desafío geoestratégico de la Unión Europea no es tanto su borde oriental como el meridional: la población africana crece al mismo ritmo que el cambio climático reduce la capacidad de alimentarla, y la multiplicación de conflictos acentúa unos flujos migratorios pronto incontenibles. La cumbre de febrero en Bruselas con la Unión Africana formuló buenos propósitos sobre infraestructuras, sanidad y vacunas o desarrollo y educación, pero es improbable que estos esfuerzos de cooperación reduzcan la creciente influencia de China o puedan poner coto a la inmigración.
El Premio Pritzker ha distinguido por primera vez a un africano, Francis Kéré —un autor cuyos ejemplares edificios reúnen la adecuación técnica y climática con la sensibilidad social y la excelencia estética—, y la experiencia de visitar las obras de este arquitecto de Burkina Faso en Mali —los dos países que son hoy epicentro de la crisis del Sahel— es agridulce. Por un lado deslumbra la belleza de los paisajes y las ciudades del delta interior del Níger, la Djenné de la Gran Mezquita o la veneciana Mopti; la inteligencia exacta de la construcción vernácula, que alcanza lo sublime en los poblados de los dogón al abrigo acantilado de la falla de Bandiagara; y la elegancia austera o colorista de unas gentes que se visten con el refinamiento estético de sus textiles o sus tallas en madera. Pero por otro lado angustia la sensación permanente de inseguridad en el territorio, que episódicamente aflora en matanzas o secuestros; las dificultades para atender las necesidades cotidianas, del agua al alimento, por no hablar de la educación o la salud; y la multiplicación de la violencia, patente con la proliferación de armas de fuego en las capitales de los dos países, Bamako y Uagadugú.
En Mali se produjo un golpe militar en agosto de 2020, y las sanciones dictadas por la CEDEAO (Comunidad Económica de los Estados de África Occidental) contra el gobierno del coronel Assimi Goita no fueron bien recibidas por los que creen advertir influencia francesa en esa organización, y de hecho el golpe de enero de 2022 en Burkina Faso que derrocó al presidente Roch Marc Christian Kaboré —llevando al poder al teniente coronel Paul-Henri Sandaogo Damiba con manifestaciones populares que exhibieron banderas rusas— se atribuyó a su apoyo a las sanciones. Los golpes en el Sahel tienen también origen en la frustración con los fracasos en la lucha antiterrorista, y no es fácil reclamar democracias parlamentarias en tal situación de inseguridad. Kéré diseñó el nuevo parlamento de su país tras la caída en 2014 del dictador Blaise Compaoré, pero ahora es seguro que completará antes el de Benín, proyectado seis años después. Al cabo, tanto sus obras en el Sahel —en Mali y Burkina Faso, pero también en Senegal, Níger o Sudán— como las del resto de África —en Mozambique, Uganda, Kenia y desde luego Benín— exigen una estabilidad política que es tan importante para ese continente como para el nuestro.
No es seguro que los países africanos perciban la guerra de Ucrania como lo hacen los europeos, y de hecho muchos de ellos se abstuvieron en la resolución de condena a Rusia votada en la Asamblea General de la ONU, como muy notoriamente hicieron China e India, que han mantenido su posición pese a la multiplicación de esfuerzos diplomáticos estadounidenses y europeos para que se distancien de Putin. Nuestros dos vecinos al otro lado del Mediterráneo, socios fundamentales para regular la inmigración y controlar la amenaza yihadista en el Sahel, evitaron también alinearse con Europa y Estados Unidos, Argel con su abstención y Rabat ausentándose de la sala. Mientras tanto, la rivalidad entre ellos por el predominio regional, que les ha llevado a unas cifras de gasto militar cuyo porcentaje del PIB respectivo multiplica entre 6 y 4 veces el de España, hace difícil mirar al Sur sin preocupación, incrementada por nuestra dependencia energética del gas argelino y por la vulnerabilidad estratégica de Ceuta y Melilla, dos ciudades reclamadas por Marruecos y no protegidas por la OTAN, que pasarán a primer plano del debate en cuanto se consolide la soberanía marroquí sobre el Sáhara Occidental, más próxima desde el reconocimiento estadounidense en los últimos compases de la presidencia de Trump.
La posición de España sobre su antigua colonia, tras un viraje que puede parecer un gesto de realpolitik ante un territorio cuya riqueza mineral y pesquera no lo hace necesariamente viable, adolece de escaso soporte jurídico, reducido apoyo político e inexistente base ciudadana, al vulnerar el derecho internacional, contar solo con un tercio de la cámara y enfrentarse a un vínculo sentimental que une en el imaginario colectivo a los niños saharauis de los campamentos de Tinduf con los niños ucranianos de Chernóbil, tan presentes estos días en los relatos de los refugiados que huyen de la guerra y la devastación urbana. La frontera avanzada de Europa puede hallarse en el Sahel, pero la más próxima de España se encuentra en el reino alauita, los conflictos con el cual no tienen garantizado en el futuro el fax de Colin Powell, que supo mediar en la última crisis militar.
Es posible que la política de hechos consumados de Marruecos —que en el casi medio siglo transcurrido desde la Marcha Verde ha instalado a centenares de miles de colonos en las que llama Provincias Meridionales— sea irreversible; y es seguro que la estabilidad del país es esencial para la protección del vientre blando de Europa. Pero la mudanza súbita de posición política sin contrapartidas conocidas — y la titularidad de las aguas canarias, que afecta a la pesca y la posible explotación de hidrocarburos, podría haber sido una de ellas— se produce en el marco de la incorporación de Marruecos a los Acuerdos de Abraham y el insólito pacto militar con Israel que ha cristalizado en el contrato de suministro a Rabat de material de defensa aérea. Es difícil saber cuál es la posición de España en este nuevo mundo geopolítico, donde Israel vende armas a países árabes mientras no se suma a las sanciones provocadas por la guerra de Ucrania porque Rusia sigue muy presente en Siria. El tablero de Europa, Oriente Medio y Asia parece estar en vías de recomposición, y el estallido del Este lo ha acelerado todo. Pero nuestro Este está al Sur.
La sociedad tradicional del Sahel, cuyas aldeas vernáculas en Burkina Faso se reproducen como homenaje a Francis Kéré, está siendo destruida por la inestabilidad política, la fragilidad económica y el éxodo de la población.