Francis Kéré inaugura la tercera centena de nuestras monografías, y hay buenas razones para ello. Las más evidentes remiten al liderazgo que ejerce en una nueva generación de arquitectos empeñados en hacer el mundo mejor trabajando para los que menos tienen, para los cuales el burkinés es un modelo de superación y de compromiso ético con el servicio a la comunidad; al ejemplo que sus obras suministran de utilización de técnicas sostenibles, de construcción con recursos limitados y de interpretación de las necesidades sociales, haciendo de sus proyectos una exacta expresión de la arquitectura necesaria; y, last but not least, al vínculo de afecto que nos ha unido desde sus comienzos, y que le ha traído a España en numerosas ocasiones, como se relata en el artículo que clausura el número. Pero liderazgo, ejemplaridad y afecto no serían suficientes motivos si a ellos no se añadiese la belleza emocionante de la obra construida.
Esta belleza no es ajena a la economía de medios, que depura procesos y lenguajes hasta dejarlos reducidos a su condición más original y primigenia, porque ese despojamiento de lo accesorio conduce a lo que José Antonio Coderch llamaba la belleza calva de Nefertiti, alcanzada a través de la más radical desnudez; no es ajena tampoco a la firme implantación en un territorio geográfico, climático y social que segrega orgánicamente métodos constructivos y recursos simbólicos que metabolizan la obra en su entorno, al que se adhiere con la tenacidad de las raíces del árbol del mango; y no es ajena al fin a la imaginación propositiva del arquitecto, que orquesta el trabajo comunitario y coral de los habitantes y futuros usuarios con el talento musical de un compositor que dirige la construcción hacia una meta borrosamente atisbada: belleza pues despojada, pero con raíces en la tierra e imaginación en el aire.
Aquí se ha procurado mostrar que ese viaje a los orígenes lo es también a la esencia, y hemos solicitado la ayuda de Gottfried Semper para explorar estos paisajes de lo elemental, acaso evidenciando que las arquitecturas de lo necesario no deben encerrarse en el limitado ámbito del desarrollo económico, la cooperación o la filantropía. Por el contrario, la obra de Kéré —que sin duda también enseña a intervenir en entornos precarios, usando recursos escasos con inteligencia estratégica y empoderando a las comunidades a través de su participación en las decisiones y en la propia construcción— ofrece una reflexión de carácter más general sobre la sustancia misma de la arquitectura que resulta pertinente en medios muy diversos al suyo, porque al cabo explora los fundamentos últimos de la disciplina. A esto hemos llamado belleza necesaria, y de ella nos valemos para abrir nuestra tercera centena.