Opinión 

Vértigos finimilenarios

En este fin de milenio, las construcciones veloces del transporte, el deporte o el consumo conviven con recintos minimalistas de austeridad y silencio.

Opinión 

Vértigos finimilenarios

En este fin de milenio, las construcciones veloces del transporte, el deporte o el consumo conviven con recintos minimalistas de austeridad y silencio.

Luis Fernández-Galiano 
29/12/1994


El fin de un milenio exige el adecuado pánico. Pero a nosotros nos será negado: no habrá tiempo. Para disfrutar decentemente del terror milenarista, es imprescindible habitar el planeta con un ritmo sosegado y vegetal que alimente incertidumbres, proyecte ansiedades e imagine fantasmas. Sin embargo, la velocidad insensata a la que todo se mueve en estas postrimerías no puede inducir sino al vértigo. Y la náusea, como bien saben los que han experimentado la sensación desvalida y abisal de los mareos persistentes, es del todo incompatible con las grietas del pánico.

Con una fachada escalonada hacia la Diagonal, Moneo y Solà-Morales proponen en la illa de Barcelona un bloque de usos mixtos que explota la visibilidad aportada por su emplazamiento y escala. 

Las arquitecturas de este año que termina conspiran para convocar el vértigo: aeropuertos en el mar, fachadas veloces de instituciones cambiantes, estaciones de trenes submarinos, portaaviones geométricos entre autopistas, movimientos detenidos que impiden que nada se detenga. Son arquitecturas aceleradas y colosales al servicio del flujo masivo de las personas, los objetos o las imágenes, arquitecturas del transporte y del consumo simbólico, arquitecturas de la comunicación y del cambio, arquitecturas del movimiento permanente, vertiginoso y global.

En España, los edificios más notorios han sido los más visibles: metropolitanos y formidables, deben su popularidad al emplazamiento y la escala, pero en igual medida a la contundencia del gesto formal que recorta su perfil en el parabrisas del vehículo. La illa de Barcelona es un enorme bloque pétreo de usos mixtos construido por Moneo y Solà-Morales al borde del tráfico atareado de la Diagonal, un acantilado cubista recostado en la avenida como un rascacielos fugitivo y fatigado; la peineta de Madrid es la grada precipitada y singular de un estadio olímpico levantado por los sevillanos Cruz y Ortiz entre baldíos y autopistas, un rizo de hormigón descomunal, desolado y fugaz. Voces en la distancia, son señales de tránsito y del tránsito.

La percepción veloz y a distancia desde una de las vías de circunvalación madrileñas determinó el gesto con el que Cruz y Ortiz agruparon las gradas del estadio de atletismo, pensado como centro de un conjunto más amplio.

El milenio que viene, si Jacques Attali tiene al final razón, se iniciará en el mundo con dos grandes centros de poder planetario, las economías asiáticas del Pacífico y los medios de comunicación norteamericanos; pues bien, ambas realidades han tenido este año una adecuada materialización arquitectónica. El músculo emprendedor de Asia se ha expresado admirablemente en el nuevo aeropuerto de Kansai, construido por Renzo Piano en la bahía de Osaka sobre una isla artificial, la mayor del mundo: una operación de ingeniería futurista que ha tenido el coste casi inconcebible de 2 billones de pesetas. La terminal, que con sus 1.700 metros es a su vez el edificio más largo que existe, se ha diseñado con perfiles curvos que obedecen a los flujos del aire acondicionado, guiado sin necesidad de conductos por gigantescas lamas cóncavas que dan al interior un aspecto liviano, patinado y solemne. Las economías emergentes del Pacífico tienen en este aeropuerto insular japonés una encrucijada del tráfico aéreo, pero también un signo de emulación arquitectónica.

Por su parte, la influencia abrumadora de los medios de comunicación norteamericanos se ha manifestado con elocuencia en la popularidad mediática de la arquitectura escultórica del californiano Frank Gehry, que se ha convertido en un obligado —y enérgicamente exportado— cliché cultural. En Europa, donde ya había construido los pabellones de Eurodisney, el pez de Barcelona y una showroom para Vitra, Gehry ha terminado este año el Centro Americano de París y la sede en Basilea de la misma Vitra, además de iniciar las obras del colosal Museo Guggenheim en Bilbao y proyectar su primer edificio en el este del continente: un ondulante inmueble de oficinas en Praga. Esta proliferación de encargos y realizaciones del norteamericano, que ha llegado a ser también el arquitecto más premiado de los últimos tiempos, habla a la vez de la tenaz supervivencia de la arquitectura artística, y del poder de los medios que difunden las imágenes a una audiencia global.

El túnel del Canal de la Mancha, que une el nudo de comunicaciones de Lille (con el Congrexpo de Koolhaas, arriba) y la estación de Waterloo (obra de Grimshaw, abajo) expresa la voluntad de integración europea.

En este planeta intercomunicado e interdependiente, los europeos procuran construir una balsa de supervivencia y acaso de segregación, tejida con una red de vínculos políticos y comerciales, pero que se enreda en los recelos de los pueblos y en los fracasos de los gobiernos, incapaces incluso de evitar las guerras en su suelo. La apertura del túnel bajo el Canal de la Mancha ha sido el mejor símbolo de esa voluntad de integración, que arquitectónicamente se ha expresado de forma diferente en los dos extremos del tendido ferroviario.

En Londres, la Estación Internacional de Waterloo, proyectada por Nicholas Grimshaw, es una gran marquesina de vidrio y acero en la línea tradicional de la alta tecnología británica; en Lille, donde los trenes de Gran Bretaña se bifurcan hacia Bruselas o París, el holandés Rem Koolhaas ha proyectado sobre la estación de alta velocidad una aglomeración surreal de edificios enormes y extravagantes, emblemas de su pasión por la congestión metropolitana, que incluyen su inmenso Congrexpo oval y la torre en forma de bota de esquí del francés Christian de Portzamparc, inesperado ganador del premio Pritzker de este año.

También en Francia, el valenciano Santiago Calatrava ha terminado la Estación de Lyón-Satolas, que comunica el TGV con el aeropuerto, una obra gótica e insólita, arcaica y futurista, que consigue dotar al veloz movimiento del transporte contemporáneo de una agitación ordenada, sosegada y romántica, en todo diferente de las yuxtaposiciones arbitrarias, las fragmentaciones azarosas o las transparencias inmateriales a través de las cuales se ha querido expresar el espíritu fugaz de los tiempos, y de las que constituye un buen ejemplo el último edificio del francés Jean Nouvel, la cristalina Fundación Cartier de París.

Menos suerte ha tenido el español en Berlín, donde el británico Norman Foster ha obtenido finalmente el encargo de la remodelación del Reichstag, símbolo donde los haya de la historia trágica de Europa, y pieza emblemática de la reconstrucción en curso de la capital de Alemania. En la gigantesca empresa, que ha reunido en la ciudad del Spree al elenco completo de las estrellas de la arquitectura, la habitual expresión individual y singular de cada una de ellas ha debido entrar en diálogo con un clima cultural berlinés que, fatigado ante el narcisismo artístico de los años ochenta, reclama una `nueva simplicidad’. Este retorno al orden, manifiesto en ocasiones por edificios de una severidad totalitaria, entra en resonancia con las preferencias de los arquitectos más jóvenes por la tradición escueta del minimalismo, para componer un panorama en el cual el vértigo acelerado de la sociedad contemporánea se contrapone con adustos recintos de orden y silencio.

Mediante una osamenta de vidrio y acero que con dos marquesinas curvas semeja un ave detenida en vuelo, Santiago Calatrava cubre en la estación de Lyón-Satolas el tránsito ajetreado de viajeros entre el TGV y el aeropuerto.

Es difícil saber si estas sensibilidades minimalistas pueden construir algo más que provisionales refugios de resistencia ante los flujos incontrolables de nuestro siglo, que generan infatigablemente obras vertiginosas. Al final, tanto la quietud autista como la agitación neurótica tienen efectos saludables y analgésicos frente a las agujas del pánico. Y no cabe esperar mayor virtud curativa de estas arquitecturas desconcertadas y finimilenarias.


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