Opinión 

El aire de la ciudad

Verano

Luis Fernández-Galiano 
31/10/2019


El aire de la ciudad nos hace libres; el aire de la ciudad nos mata; y el aire de la ciudad nos salva. La humanidad urbana vive un drama en tres actos: la revolución burguesa rescata de la servidumbre feudal o estamental, porque como reza el lema germano medieval, Stadtluft macht frei; la revolución industrial trae consigo los dark satanic mills que envenenan el aire con la combustión del carbón, y con el motor de explosión que contamina la atmósfera en las ciudades congestionadas; y la revolución ecológica limpia el aire urbano al tiempo que se enfrenta a la crisis climática promoviendo las virtudes económicas, energéticas, técnicas y sociales de la densidad. Vivir juntos en ciudades compactas y complejas hace nuestro entorno construido más sostenible, porque ‘el cemento es más verde que el césped’, la aglomeración urbana más ecológica que la suburbanización dispersa, y el aire de la ciudad más saludable que la atmósfera del campo colonizado por la multiplicación vírica de casas.

Las asociaciones de arquitectos declaran ahora la emergencia climática, y hay que aplaudir sus buenas intenciones. Pero desde las crisis de petróleo de 1973 y 1979, un amplio movimiento profesional e intelectual —que entró en resonancia con las transformaciones de la vida cotidiana suscitadas por las revueltas de 1968— viene reclamando un cambio de hábitos, técnicas y procedimientos constructivos a los que somos ‘pasajeros de la nave espacial Tierra’, y exigiendo un comportamiento menos depredador del planeta que compartimos, por lo que quizá convendría examinar las experiencias alumbradas entonces con la esperanza de que arrojen luz sobre los dilemas del presente. De esta revisión se desprende al menos una rectificación significativa: nuestra actual emergencia climática no puede abordarse con una panoplia bucólica de casas autónomas, cúpulas geodésicas y molinos de viento artesanales, porque el desafío actual no es regresar al campo sino remodelar por entero la ciudad.

En ese contexto urbano deben recuperarse los métodos de contabilidad energética y análisis del ciclo vital de los edificios —desde la extracción o fabricación de los materiales hasta la demolición y reuso de los mismos—, el reciclaje y la mejora del comportamiento térmico de lo existente, la reducción del despilfarro y el tratamiento ecológico de los residuos. Pero estos pasos hacia una economía descarbonizada no pueden ocultar que en buena medida, por razones políticas y geoestratégicas, el cambio climático continuará agravándose, y en parte es ya irreversible, por lo que el esfuerzo en mitigarlo debe acompañarse de estrategias territoriales y urbanas adaptativas. En este nuevo mundo, las ciudades —que deben ofrecer aire limpio a sus habitantes y paliar su condición de islas de calor—constituyen nuestro mejor refugio, auténticas lanchas salvavidas que necesitamos transformar radicalmente para enfrentarnos a un océano tormentoso e incierto, y para hacer verdad el que ‘el aire de la ciudad nos salva’.


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