El riesgo de los virus cancela las fronteras. La vulnerabilidad de un planeta hiperconectado se pone de manifiesto tanto con los virus informáticos como con los virus biológicos. En ambos casos, los límites físicos o políticos de territorios y sociedades se muestran incapaces de contener la infección, haciéndonos conscientes de nuestro destino compartido, y ojalá disminuyendo la morbilidad de otro virus distinto, en este caso de naturaleza social, el nacionalismo contagioso que hoy hace enfermar a un país tras otro. Coincidiendo con las etapas finales de un Brexit que debilita por igual a los británicos y al resto de los europeos —afectados también por el auge de diversos populismos identitarios—, y mientras una ciberesfera tóxica pone en peligro los fundamentos de la democracia representativa, la eclosión del coronavirus de Wuhan nos coloca frente al espejo de nuestra fragilidad como especie, la inseguridad que se hermana con el miedo, y la gobernanza global como única herramienta de defensa.

La escala de la respuesta del gobierno chino a la amenaza de epidemia, con el aislamiento de decenas de millones de personas, y la construcción vertiginosa de hospitales prefabricados para los enfermos —que ha dado lugar a imágenes como la del enjambre de máquinas trabajando insomnes en el emplazamiento, más cerca de la agitación azarosa de organismos que de un ballet mecánico—, se revela insuficiente tan pronto como el virus desborda las fronteras. La OMS ha declarado la situación de emergencia por quinta vez en su historia, y mientras los epidemiólogos buscan al paciente cero y determinan el perímetro de las cuarentenas, laboratorios de todo el mundo se afanan en desarrollar una vacuna. Tanto los desplazamientos caudalosos del turismo o los negocios como las concentraciones masivas del deporte o los congresos ofrecen el mejor entorno para la difusión de ideas o experiencias, pero también para la circulación de los agentes patógenos, y sólo la disciplina social puede suministrar cortafuegos.

Se repite estos días el lema biempensante de que el virus se detiene con transparencia, porque sólo la información exacta permite abordar su control sin caer en el pánico; pero no se destacan las ventajas que en este esfuerzo pueden ofrecer las organizaciones autoritarias, capaces de mobilizar recursos sin debate social y liturgia política, porque su maquinaria administrativa puede responder sin demora a una jerarquía piramidal. Las democracias, en contraste, están sometidas a un régimen de opinión que puede ser distorsionado por las pulsiones sentimentales de unas poblaciones hedonistas, donde la extrema autonomía de las que Houellebecq llamó ‘partículas elementales’ dificulta su subordinación a objetivos compartidos. Sloterdijk reclamó en su día la necesidad de volver a domesticar una especie humana devenida silvestre, pero acaso su provocación era sólo una manera de expresar el conflicto entre el deseo de libertad y las servidumbres que exige la supervivencia de los que formamos la ‘sociedad del riesgo’. 


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