La destrucción creativa defendida por Joseph Schumpeter merece otro nombre: destrucción corrosiva. El oxímoron popularizado por el economista austríaco describe los vendavales de transformación impulsados por el capitalismo como fuerzas creadoras, que permiten la eclosión de lo nuevo sobre las ruinas de lo viejo, mientras —para emplear la frase de Marx— «todo lo sólido se desvanece en el aire». La pandemia vírica, como otras catástrofes, ha llevado al extremo el huracán de cambio que sopla sobre la estructura económica desde hace varias décadas, erosionando aún más el capital social de confianza que sostiene nuestra arquitectura comunitaria, mejor cohesionada por compromisos y valores que por leyes o contratos. Richard Sennett explicó de qué manera el capitalismo actual corroe un carácter que ya no se modela en la horma del trabajo regular, y la devastación material y moral producida por el virus, que ha llevado el proceso al paroxismo, anima a calificarla de corrosiva.

A la tragedia sanitaria y económica se ha unido un drama político y social, con unas élites sonámbulas y unos líderes autoritarios que infantilizan a las poblaciones con lemas de autoayuda —‘todo va a salir bien’, ‘saldremos más fuertes’—, desbrozando el camino para populismos displicentes con la inteligencia crítica y la libertad individual. En este proceso de demolición de las democracias liberales les acompaña un buen número de pensadores radicales que, como Bruno Latour, han asegurado encontrar en la pandemia una ‘ocasión maravillosa’ para terminar con las agresiones al planeta que ha traído consigo la globalización. Pero reconocer la urgencia de enfrentarse al cambio climático no debe llevar a felicitarse por un desastre vírico que sólo ha traído dolor y muerte; como admitir la necesidad de paliar las desigualdades sociales no puede conducir a ver en la covid-19 una ventana de oportunidad para volar un tejido institucional que ha suministrado libertad, paz y prosperidad durante un largo periodo.

En Europa, nos prometen que el helicóptero monetario y la bazuca de los bancos centrales —con metáforas bélicas que parecen extraídas de Apocalypse Now— van a permitir una recuperación en V o en W, cuando los ‘nuevos pesimistas’ auguran más bien una evolución en L, y los datos prefiguran una salida en K, con los ricos más ricos y los pobres más pobres. Se nos dice que la construcción va a ser un sector clave de esta etapa, con una nueva ‘era del ladrillo’ donde la rehabilitación energética del parque de viviendas tendrá un papel singular, pero es difícil saber cómo van a financiar las familias esta transición ecológica de los hogares en un contexto de incertidumbre, que inevitablemente mueve más al ahorro que a la inversión. El desánimo, la fatiga y el desasosiego de la segunda ola vírica no permite celebrar la renovada conciencia planetaria o la aparición de grietas en un sistema económico injusto, y menos aún la destrucción creativa de una crisis que no produce sino destrucción corrosiva. 



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