Opinión 

Del Gabinete al Campus

Construyendo el Museo del Prado

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Del Gabinete al Campus

Construyendo el Museo del Prado

Luis Fernández-Galiano 
28/02/2017


La fachada norte con la nueva escalera construida por Pedro Muguruza en 1943

La colección del Museo del Prado tardó tres siglos en gestarse, y su sede ha estado en construcción durante dos. Si la historia artística del museo es la de las colecciones reales —de los Austrias durante los siglos xvi y xvii y de los Borbones durante el xviii —, su historia institucional se enreda con la de su sede, proyectada por Juan de Villanueva en 1785 y transformada o ampliada por numerosos otros arquitectos durante los dos siglos siguientes.

Los reyes coleccionistas

Aunque la condición itinerante de las cortes del siglo xv obligaba a transportar muebles, alfombras, tapices y cuadros que hicieran habitables las fortalezas desnudas o caserones inhóspitos que las albergaban, y acaso esta circunstancia fomentara en los monarcas el espíritu coleccionista —la Reina Católica dejó a su muerte más de 400 tablas—, seguramente el relato de la relación entre la Corona española y las artes debe comenzar en el siglo siguiente. Carlos de Gante, nieto de Maximiliano I y de los Reyes Católicos, se educó en la corte establecida en Malinas por su tía Margarita, gobernadora de los Países Bajos y mecenas de las artes, y en esta formación temprana —como ha señalado Jonathan Brown— ha de buscarse la semilla que fructificó cuando el ya emperador Carlos V conoció a Tiziano en Mantua en 1532, fecha en la que se inicia una fértil relación que está en el origen del futuro museo. Felipe II —a cuya educación cuidada no fue ajena su madre, Isabel de Portugal, y que aún príncipe se reunió con Tiziano en Milán en 1548— heredó los tizianos de su padre y de su tía María de Hungría, y se convirtió en el mejor cliente del pintor y el mayor mecenas de la época, enriqueciendo su colección con innumerables obras venecianas y flamencas, y muy especialmente con las de El Bosco; esta formidable colección real conocería un impulso decisivo con su nieto Felipe IV, refinado conocedor de las artes, el mayor coleccionista de lienzos del siglo xvii, y a cuyo patronazgo el actual museo debe la inigualable presencia en sus salas de Velázquez y Rubens.

Los Borbones difícilmente podrían igualar este acervo de excelencia, y bajo Felipe V se produjo además el catastrófico incendio del Alcázar en 1734, que supuso la pérdida de más de 500 cuadros, pero la afición coleccionista de Isabel de Farnesio, su segunda esposa, que recuperó la estima por Murillo, las adquisiciones de Carlos III y su patronazgo de Tiépolo y, sobre todo, la protección de Goya por Carlos IV —más entendido en pintura que en las artes del gobierno— añadieron a las colecciones reales obras y autores esenciales. Cuando Fernando VII abre la colección al público en 1819, inaugurando el Museo del Prado, se cierra un gran ciclo de adquisiciones —la más significativa de la etapa siguiente será la incorporación en 1872 de las pinturas del Museo de la Trinidad, creado en 1837 con fondos de conventos y monasterios a raíz de la Desamortización de Mendizábal—, se completan los episodios fundamentales de su historia artística, y se inicia una historia institucional que se trenza con la de su propia sede, que se extiende desde el encargo por Carlos III de un Gabinete de Historia Natural hasta el actual concurso de la rehabilitación del Salón de Reinos para incorporarlo al campus del Prado.

El proyecto de Villanueva

Como es bien sabido, el edificio de Villanueva no se concibió originalmente como museo de arte, sino como Museo de Historia Natural y Academia de Ciencias. El monarca ilustrado Carlos III había promovido en el paseo del Prado madrileño la creación de instituciones científicas como el Jardín Botánico y el Observatorio Astronómico —en las que Villanueva intervino como arquitecto—, y fue precisamente el intendente del Botánico, José Pérez Caballero, el que propuso al ministro Floridablanca la construcción de un Gabinete de Historia Natural y un Laboratorio Químico en terrenos colindantes al Jardín. El conde de Floridablanca apoyó la iniciativa y añadió al programa una Academia de Ciencias, otra institución por entonces debatida en los círculos de la corte, de suerte que, con la aprobación del rey, el empeño se encomendó a Villanueva en 1785, rehusando utilizar el proyecto para Laboratorio Químico redactado el año anterior sobre el mismo emplazamiento por un discípulo de Francisco Sabatini, Antonio Bereto, que Villanueva había censurado ante Floridablanca como «ordinario en su forma y su construcción», juicio severo que el arquitecto recuerda en su Descripción de 1796: «Mi sinceridad no pudo contener el desprecio y la desaprobación».

La diversidad de usos y la pendiente hacia el sur del Paseo del Prado movieron a Villanueva a proponer un edificio que, como bien describió en su día Fernando Chueca, está compuesto por partes autónomas —las rotondas de los extremos, el templo del cuerpo central y la estructura palaciega de las galerías que los unen— y las dos plantas fundamentales que lo forman son ambas ‘plantas bajas’, ya que se accede a la inferior desde el extremo sur frente al Botánico, y a la superior desde el extremo norte bajo la iglesia y claustro de los Jerónimos. A estas dos entradas —la de las escuelas de Botánica y Química en el sur, organizada con un orden corintio, y la de la galería-museo al norte, enmarcada por columnas jónicas, que se usan también en la gran rotonda inmediata— se une el acceso central a la Sala de Juntas de la Academia de Ciencias a través del gran pórtico dórico que se abre al Paseo del Prado. Paralelo a éste, y flanqueado también por columnas, discurre —en palabras de Villanueva— la «desahogada y prolongada galería» que hace las veces de museo, en su concepción de Historia Natural y hoy de pinturas. Esta singular disposición de piezas autónomas y plantas independientes es lo que explica la ausencia en el proyecto de una gran escalera central, que ha dificultado la circulación en el edificio cuando se ha utilizado sólo como museo, pero que atestigua el talento del arquitecto para resolver el insólito ensamble de funciones.

De la Historia Natural a las Nobles Artes

Villanueva presentó, como era su costumbre, dos propuestas diferentes a Floridablanca, y éste mostró al rey para su aprobación la menos costosa, al prescindir de los pórticos cubiertos para el paseo público que se extendían frente a la fachada principal, lo que seguramente explica que la construcción definitiva esté tan retranqueada respecto a la alineación del Paseo del Prado que marcan las verjas del Jardín Botánico. Este proyecto que Villanueva describe como ‘más moderado’ se comenzó a ejecutar el mismo año de su encargo, y avanzó a buen ritmo mientras Floridablanca conservó su cargo, pero Carlos III muere en 1788, y en 1792 el ministro fue sustituido por su rival el conde de Aranda, de manera que a partir de esa fecha la obra prosigue con mayor lentitud, y estaba aún inacabada en 1808, cuando su uso como cuartel por la caballería francesa provoca un formidable deterioro, acentuado por el saqueo del plomo y la pizarra de las cubiertas. Tras el expolio de la ocupación francesa, y muerto Villanueva en 1811, la consolidación del edificio se encomendó en 1814 a su discípulo Antonio López Aguado, que reparó las bóvedas y cubiertas de la forma más económica, pudiendo finalmente inaugurarse, ahora ya como Galería de las Nobles Artes, el 19 de noviembre de 1819, un año después de fallecer su principal impulsora, la segunda esposa de Fernando VII, Isabel de Braganza, cuya afición a las artes seguramente estimuló tanto la cesión de los lienzos como la financiación de la construcción y mantenimiento del museo con cargo al ‘bolsillo secreto’ del rey.

La singular obra de Villanueva, exponente máximo del neoclasicismo en España, y para muchos también tempranamente romántica en el pintoresquismo de sus vistas en escorzo —testarudamente elegidas por los pintores y grabadores que la representan, a menudo desde su extremo norte, con la rampa curva de acceso y los terraplenes que la separan del monasterio de los Jerónimos, y que tan eficazmente interpretan la inteligencia topográfica del arquitecto—, se consagra desde entonces al depósito y exposición de las colecciones reales de pintura y escultura: los lienzos se sitúan en la planta superior, en la gran galería ahora iluminada por lucernarios abiertos en las bóvedas encamonadas que habían sustituido a las descompuestas por la humedad; y las obras escultóricas en la planta inferior con acceso frente al Botánico, pero por lo menos hasta 1826 compartiendo aún espacio con los objetos de Ciencias Naturales.

La presentación de los lienzos

Debe mencionarse que el museo se inauguró sólo con pinturas de la escuela española, mediante 311 lienzos expuestos —de los 1.531 almacenados, y en la abigarrada forma entonces habitual— en las tres salas adyacentes a la rotonda del piso principal. En sintonía con el auge contemporáneo del sentimiento nacional —y en paralelo, como ha explicado Francisco Calvo Serraller, con otras iniciativas de la familia Bonaparte en Amsterdam, Kassel o Milán, que expresaban la política del Imperio en el terreno de las artes—, la exhibición de los maestros españoles tenía un componente propagandístico que estaba ya presente en el decreto de creación del nonato ‘Museo Josefino’, para el que José Bonaparte tomó como modelo el Museo Napoleón, y que en 1809 tiene como objeto «que brille el mérito de los célebres pintores españoles, poco conocidos de las naciones vecinas». Pero la escuela italiana era con mucho la más prestigiosa, y —como han documentado detalladamente José Manuel Matilla y Javier Portús— fueron sus lienzos los que de forma exclusiva ocuparían la galería central durante casi medio siglo: ya en 1821 se cuelgan 195 pinturas italianas en la sección septentrional de la galería, y en 1828 ocupan la totalidad de ésta con 337 obras. Por entonces se añaden también pinturas de las escuelas francesa y alemana en la sala central del extremo sur, y los desnudos se agrupan en la Sala Reservada que se acondiciona en la planta inferior del cuerpo meridional, permaneciendo allí hasta 1838, en que se trasladan al ‘gabinete de descanso’ para reyes y cortesanos, que ocupa la gran sala de la planta superior con balcones sobre el Botánico. Pero habría que esperar a la reorganización que realiza Federico de Madrazo en 1864 —y que se mantendría en sus líneas esenciales hasta el final del siglo xix— para que la escuela española y la italiana compartieran el espacio de la gran galería, como se había reclamado tan vehementemente por tantos, y por Vicente López en fecha tan temprana como 1826.

Las diferentes presentaciones de las pinturas se producen en paralelo a los cambios en el edificio, y tras la muerte de López Aguado en 1831, la consolidación del museo continúa bajo la dirección de su hijo, el también arquitecto Martín López Aguado, en una línea de continuidad con lo proyectado por Villanueva que sólo comenzaría a modificarse significativamente con Narciso Pascual y Colomer, arquitecto real y al frente de las reformas del edificio entre 1844 y 1854. Las más importantes fueron dos: la terminación del cuerpo central basilical, todavía sin cubrir en 1835, y que el autor del Congreso de los Diputados realizaría entre 1847 y 1852 con una tribuna sostenida por columnas de fundición que permite comunicar visualmente la planta inferior de esculturas con las obras maestras pictóricas a que se destina este espacio privilegiado, que recibiría el nombre de Sala de la Reina Isabel —en honor de Isabel II, que había llegado al trono a los tres años tras la muerte de Fernando VII en 1833, un suceso que amenazó la supervivencia del museo, ya que las pinturas se incluyeron entre los bienes de libre disposición testamentaria, aunque la minoría de edad de Isabel aplazó la ejecución del testamento y la previsible dispersión de los lienzos, que serían finalmente adscritos al patrimonio de la corona y de la nación en 1865—, reforma ésta que sería objeto de múltiples críticas por la imposibilidad de contemplar los lienzos a una distancia óptima, pero cuya selección de pinturas establecería las bases de un canon artístico de excelencia, por más que mudable y en continua discusión; y la ampliación de los lucernarios de la gran galería, respondiendo a los frecuentes comentarios de visitantes —algunos de los cuales han llegado a nosotros a través de las crónicas de viajeros foráneos— sobre la escasa iluminación ofrecida por los ‘tragaluces’ de la galería y la muy inapropiada de los balcones en los cuerpos extremos.

Transformaciones exteriores

Los alrededores del museo seguían por entonces mostrando las huellas de la ocupación francesa, que obligó a la demolición de casi todo el deleznablemente construido Palacio del Buen Retiro —con la excepción del Salón de Baile y el Salón de Reinos—, y pese a haberse propuesto diversos proyectos de jardines que pudieran unir el Museo del Prado con el Parque del Retiro, la penuria económica del momento motivó finalmente en 1865 la venta por Isabel II de los terrenos colindantes al Estado, y éste a su vez a particulares. Urbanizados inicialmente con un plan de parcelación elaborado por el arquitecto e ingeniero Carlos María de Castro —autor del plan de ensanche de la ciudad que se aprobó en 1860—, los terrenos correspondientes a las huertas del convento de San Jerónimo y al emplazamiento del Palacio del Buen Retiro darían lugar a lo que hoy conocemos como Barrio de los Jerónimos, modificando sustancialmente el entorno de la obra de Villanueva.

Estimulados por esta transformación, los responsables del museo —su director Federico de Madrazo y los arquitectos del Ministerio de Fomento, emancipada la institución de la tutela real tras la Gloriosa y el exilio de la Reina en 1868— impulsaron la vieja idea isabelina de transformar el edificio en una construcción exenta, eliminando los terrenos en rampa que conducen a la entrada de la fachada norte y retirando la «elevadísima trinchera» de la fachada oriental, «que además de empequeñecer aquella obra de arquitectura de mérito reconocido, la priva de alumbración y salubridad». El director había demandado que se proyectase en el extremo norte del edificio «algún trazado menos vulgar y más artístico», y esta tarea correspondió al arquitecto Francisco Jareño, que entre 1879 y 1882 proyecta y ejecuta una escalera que salva el desnivel de 6.70 metros que separa el pórtico jónico de la nueva rasante del terreno tras los desmontes, desnaturalizando por entero la idea original de Villanueva, que nunca concibió un edificio aislado sino, por el contrario, uno cuya morfología saca excepcional partido de la caída del Paseo del Prado hacia el Botánico, accediendo a sus plantas principales a cota del terreno desde sus dos extremos.

También sería Jareño el responsable de demoler la tribuna de Pascual y Colomer en la sala central, sustituyéndola por un forjado de estructura metálica para crear en ella dos plantas independientes, y transformando el perímetro oval de la superior en otro poligonal que facilitase la colocación de los lienzos. Realizada entre 1885 y 1892, la gran sala absidal, destinada a las obras maestras —designada entonces como Salón de la Reina Isabel de Braganza en recuerdo de la impulsora inicial del museo, y evitando así la mención de Isabel II, que había motivado la primera denominación—, acabaría consagrada enteramente a Velázquez con ocasión del tercer centenario del nacimiento del pintor en 1899; por su parte, la importancia simbólica de su mejor obra, Las Meninas, se enfatizaría aún más con la construcción por Fernando Arbós —que sustituyó a Jareño en 1893 al frente de las obras del museo— de una sala propia, adosada a la central, y que levantada en 1902 se mantuvo hasta 1915.

Las ampliaciones del siglo xx

El siglo xx será para el Museo del Prado la época de las ampliaciones, y la primera la proyecta Arbós entre 1911 y 1913, en forma de una crujía separada por patios de la fachada oriental, terminada en 1923, y que daría la pauta a las siguientes: la de Fernando Chueca y Manuel Lorente de 1953, que duplica la crujía de Arbós, y la de José María Muguruza en 1964, que ocupa los dos patios creados por la ampliación inicial, desfigurando definitivamente la obra de Villanueva. Pero sin duda el arquitecto más importante de esta época es el hermano del autor de esta última intervención, Pedro Muguruza, responsable del edificio entre 1923 y 1951, que sustituyó la escalinata de Jareño por otra que permite el acceso en los dos niveles, reemplazó las bóvedas encamonadas por otras de hormigón, construyó una gran escalera central, unificó con mármoles oscuros pavimentos, zócalos y embocaduras de las puertas, y alteró la continuidad de la gran galería con dos arcos triunfales sobre columnas pareadas —inspirado por la fragmentación de la Gran Galería del Louvre, de la misma anchura pero de 275 metros de longitud frente a los 105 del Prado—, de manera que el edificio que hoy visitamos es tanto de Villanueva como de Muguruza. Pedro Moleón, que ha escrito la mejor biografía del edificio, resume bien esta secuencia de arquitectos: «Villanueva sería el encargado de crear, Aguado de consolidar, Pascual y Colomer de reformar, Jareño de aislar, Arbós de ampliar y Pedro Muguruza de sustituir».

Muguruza, que fue responsable del museo antes y después de la Guerra Civil —durante la cual el edificio sufrió en noviembre de 1936 el impacto de nueve bombas incendiarias, evacuándose después a Ginebra lo mejor de la colección, y nombrándose como director a Pablo Picasso, en un gesto de propaganda correlativo al encargo del Guernica que se expuso en el Pabellón español de París en 1937—, se ocupó también de la repatriación de los lienzos y de la reapertura del museo en 1939, y poco más tarde sustituyó los pavimentos de madera por otros de mármol, con el objeto de reducir el riesgo de incendio, que de forma tan dramática había estado presente durante los años de la guerra.

Durante las décadas finales del siglo —además de las diferentes intervenciones parciales realizadas en el edificio por los arquitectos Jaime Lafuente, José María García de Paredes, Francisco Rodríguez Partearroyo y Dionisio Hernández Gil con Rafael Olalquiaga— se produce la gran expansión del museo a los edificios colindantes, de suerte que el Gabinete de Historia Natural trazado por Villanueva, abrumado por la carga de las sucesivas ampliaciones que a modo de mochilas se han ido añadiendo a su fachada trasera, se ha transformado en un campus. Frustrada la utilización del Palacio de Villahermosa para la exhibición de Goya y el siglo xviii —asignado al Museo del Prado en 1985, y ocupado provisionalmente con exposiciones hasta 1990, el edificio devendría finalmente sede del Museo Thyssen-Bornemisza, cuyos fondos fueron arrendados en 1988 y finalmente adquiridos por el Estado en 1993—, al campus mencionado se han ido incorporando el Casón del Buen Retiro en 1971, el claustro herreriano de los Jerónimos en la gran ampliación realizada por Rafael Moneo tras el concurso de 1998 y, ya en el siglo xxi, el Salón de Reinos, que fue sede del Museo del Ejército hasta su traslado al Alcázar del Toledo en 2010. El llamado Casón, construido en el siglo xvii como Salón de Baile del Palacio del Buen Retiro, y ampliado en el xix con las fachadas neoclásicas que le dan su aspecto actual, sirvió durante un tiempo como sede de las colecciones de pintura del siglo xix, alojó también el Guernica de Picasso hasta su traslado al Museo Reina Sofía en 1992, y desde 2009 alberga el Centro de Estudios del museo, como parte de la reorganización espacial hecha posible por la muy importante ampliación culminada en 2007.

El Prado de Moneo

Esta última se produjo tras un polémico concurso internacional convocado por el Ministerio de Cultura en 1995, al que se presentaron casi quinientos proyectos, y que se dejó desierto, aunque tras conceder dos accésits y ocho menciones que acabarían interviniendo en un concurso posterior. Los desatinos y la imprecisión del programa aprobado por el Patronato del museo, la desorientada incompetencia de la Unión Internacional de Arquitectos que organizó el proceso, y el abandono de sus responsabilidades por el Ministerio de Cultura dieron como resultado un monumental fiasco, que en su día me movió a escribir: «La más importante institución cultural española no se merecía esto; pero tampoco se lo merecían los miles de arquitectos que han derrochado en el esfuerzo un capital caudaloso de ilusión y trabajo. Este concurso podría haber servido para pensar de nuevo un gran museo y para imaginar otra vez el corazón simbólico de la ciudad; en su lugar ha tenido sólo la utilidad de exponer con crudeza las insuficiencias desesperadas de nuestra instituciones culturales y profesionales». La gran decepción de esta ópera bufa tuvo como colofón un nuevo concurso entre los diez arquitectos seleccionados, pero esta vez con unas bases que prefiguraban por entero el resultado final, y en el que Rafael Moneo fue declarado ganador.

Su proyecto, que bajo la calle Ruiz de Alarcón une el edificio de Villanueva con el claustro de los Jerónimos —desmontado y posteriormente reconstruido en el interior de un prisma de ladrillo con unas puertas monumentales de la escultora Cristina Iglesias— localiza el nuevo acceso y buena parte de los servicios auxiliares en una cuña que media entre las dos geometrías, concebida como una cubierta acristalada y finalmente ejecutada como una terraza plantada con setos de boj que quieren ofrecer una referencia vegetal al cercano Jardín Botánico. Situados los espacios de exposiciones temporales en el prisma cerámico que usa el claustro como patio de luces, así como en su extensión subterránea, la nueva estructura de circulaciones y accesos exigió transformar una vez más el cuerpo central de la obra de Villanueva, modificado antes por Pascual y Colomer o por Jareño, y más recientemente por García de Paredes, trasladando el salón de actos, construido por este último en la planta baja del ábside, a la ampliación subterránea y liberando este ámbito como distribuidor y área de información. Lo realizado añade 18.000 metros cuadrados a los 24.000 con que contaba el museo histórico, incluyendo todas las ampliaciones anteriores, de manera que es difícil subestimar la importancia cuantitativa del empeño.

Coda en el Salón de Reinos

La por ahora última ampliación del museo, sobre el Salón de Reinos —que, como el Casón, formó parte del Palacio del Buen Retiro, y que fue también sustancialmente modificado durante el siglo xix— tiene una dimensión necesariamente menor, porque el edificio histórico no llega a los 8.000 metros cuadrados construidos, pero tiene la singularidad de actuar sobre un recinto cuya decoración pictórica conocemos con precisión, siendo así que la mayor parte de los lienzos han sobrevivido a los avatares de la historia y se conservan en los fondos del museo: los grandes cuadros de batallas, los retratos ecuestres de los reyes y los trabajos de Hércules formaban el gran espacio representativo de la monarquía española, y esta circunstancia ha condicionado el trabajo de los ocho equipos internacionales que concursaron para rehabilitar el que fuese Museo del Ejército.

Valorado por un jurado del que formaban parte el autor de la anterior ampliación, Rafael Moneo, así como el autor de estas líneas, el concurso se falló en noviembre de 2016, resultando elegido el proyecto de Norman Foster y Carlos Rubio. Este recupera la cota original de la planta baja, añadiendo una espaciosa sala de exposiciones sobre el Salón de Reinos y un monumental pórtico de esbeltos pilares de bronce en la fachada sur, que se abre un entorno urbano peatonalizado y arbolado para unir el parque del Retiro con el Paseo del Prado. Se cristaliza así el tránsito del gabinete al campus aquí descrito, y se otorga nueva vida a un espacio histórico donde comenzó a gestarse el actual museo, que tiene su origen en aquellos reyes coleccionistas que nos legaron los ticianos, los boscos, los velázquez, los rubens o los goyas del Prado.




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