La tragedia de Gaza se abrevia en una imagen. El fotógrafo palestino Mohammed Salem reflejó con su cámara el duelo del mundo a través de dos figuras enlazadas por el dolor: la mujer de 36 años Inas Abu Maamar abraza el cuerpo de su sobrina de cinco años Saly, muerta en Gaza el 17 de octubre de 2023 tras un ataque israelí. La imagen fue tomada en la morgue del Hospital Nasser en Jan Yunis, dentro de una Franja de Gaza hoy todavía escenario de una guerra devastadora, que ha producido decenas de miles de víctimas civiles, muchas de las cuales niños, y en la que han dejado la vida más de un centenar de periodistas. Gracias a ellos tenemos noticias de la tragedia, que ha desencadenado una ola imparable de protestas, desde los foros internacionales hasta los campus universitarios, pero las cifras de víctimas y los testimonios gráficos de la destrucción urbana palidecen frente a la fotografía de dos personas unidas inextricablemente por la muerte: dos personas cuya identidad nos es revelada por el mismo respeto discreto que oculta sus rostros, convirtiéndolas en símbolos universales y anónimos.
El reconocimiento de la fotografía tomada por Salem en Gaza ha sido caudaloso y unánime. Tras reproducirse innumerables veces, obtuvo en marzo el Premio Ortega y Gasset, y en abril el World Press Photo, un galardón que el fotoperiodista —vinculado a la agencia Reuters desde 2003— ya recibió en 2010. En esta ocasión, cada elemento de la instantánea contribuye a transformarla en icono: el blanco sudario, que revela la muerte tras esconder pudorosamente bajo los pliegues sus huellas atroces en el cuerpo inerte de la niña; la túnica azul, que recoge en su gesto monocromo los miembros enredados de la mujer que dobla la rodilla en desamparo y reúne los brazos asiendo la cabeza sin vida de su sobrina como si pretendiera evitar que la muerte la arrebate; y el hiyab del mismo color de las manos, única parte del cuerpo que se muestra en esta elegía textil cuyos tres tonos resumen y manifiestan la violencia y la devastación emocional del momento, en el marco higiénico de un recinto sanitario cuyo pavimento y muros se pautan con la regularidad geométrica de las losas lisas y grises.
No es difícil advertir que el impacto global de la imagen debe no poco a su asociación con las representaciones de la Pietà, que desde el Renacimiento ha usado la figura de María sosteniendo a su hijo muerto como símbolo de la Pasión, porque la Mater Dolorosa es un emblema reconocible de la aflicción. Desde una óptica pictórica, tanto el velo en la cabeza como el manto azul se vinculan con la imagen tradicional de la Virgen, subrayado en el terreno cromático por el alto precio del pigmento basado en lapislázuli, que constreñía su empleo al ropaje de la Madre de Dios, donde evocaba la pureza. Pero la composición monumentalmente piramidal, que otorga estabilidad clásica a la fotografía de Gaza, remite también a la escultura, y es probable que las piedades de Miguel Ángel acudan de inmediato a la memoria del espectador: la Pietà vaticana desde luego, con esa figura reducida de Cristo para que resulte verosímil sostenido por su madre, pero también la de Florencia y sobre todo la Rondanini, porque su non finito nos golpea con la misma abstracción violenta de la Pietà palestina de Salem.