«El fluir del río es incesante, pero su agua nunca es la misma». Así es el íncipit de Hōjōki, el ‘Canto a la vida desde una choza’ que escribió Kamo no Chōmei en 1212, una de las cumbres de la literatura clásica japonesa. Bellas palabras sobre el acercamiento a la naturaleza y la búsqueda de lo esencial que resuenan en una instalación concebida al hilo de las celebraciones con las que la capital nipona acogió los Juegos Olímpicos este año.

Dentro de los jardines de Hamarikyu —finca de la familia imperial durante casi tres siglos que se cedió al Ayuntamiento tras la Segunda Guerra Mundial—, la elección del emplazamiento no es casual: una banda de superficie espejada se despliega sinuosamente en donde se levantó la primera residencia para dignatarios extranjeros del país, encarnando así el espíritu hospitalario de los tokiotas. Por ella fluye un débil torrente de agua que baña pequeños macizos de flores y evoca el kyokusui no utage, un refinado juego cortesano en el que se componían poemas a la vera de un riachuelo en el tiempo en que una pequeña copa de sake flotando a merced de la corriente completaba el serpenteante recorrido.