La suburbanización unánime del globo, desde los Estados Unidos hipercapitalistas a la Rusia postcomunista, tiene un rostro de césped y una espalda de asfalto, construida como está sobre una maraña de rutas automóviles que sólo se remansan en las playas de aparcamiento en torno a los centros comerciales, núcleo cordial y laminado de la nueva ciudad dispersa. Estos portaaviones varados en tierra de nadie son el emblema plano de esa urbanidad emergente que atrae a los vehículos como limaduras de hierro en un campo magnético, plaza mayor azarosa e informe de los ciudadanos con ruedas. Ante el estallido de la ciudad, los ‘nuevos urbanistas’ americanos proponen aumentar la densidad sin suprimir la vivienda exenta, de modo que se transite del tejido desflecado del barrio residencial habitual, como el de Kevin Spacey en American Beauty, a la trama más tupida del Seaside donde Jim Carrey protagonizó El Show de Truman. Y ante la colonización indiscriminada del medio natural, los viejos urbanistas europeos intentan detener su avance reptante con fronteras físicas y jurídicas que protejan los residuos del mundo campesino. Pero la suburbanización progresa implacable, de California a Shanghai, escombrando el territorio con su trivialidad horizontal sazonada con pesadillas verticales...[+]