Opinión 

Un código vitruviano

Aprendiendo de Hipócrates

Opinión 

Un código vitruviano

Aprendiendo de Hipócrates

Luis Fernández-Galiano 
01/12/2022


Mis convicciones más arcaicas me animan a pensar que, de la misma forma que existe una razonable continuidad anatómica y fisiológica en el género humano, acaso exista también un núcleo testarudo de continuidad mental que nos permita hallar un territorio intelectual común con los que nos precedieron y los que nos siguen, por más que previsiblemente su vigencia se limite a un puñado de generaciones.

Es desde esta convicción (o desde esta esperanza) como me atrevo a proponer un código taquigráfico que establezca para la arquitectura límites individualmente honorables y socialmente responsables, y que contribuya a extender su territorio desde el actual reducto artístico al ámbito imprescindible de la ética, y acaso de la vida.

He aquí, pues, este breve catecismo que, por lejana analogía con los preceptos de Hipócrates, denomino código vitruviano, y que se estructura siguiendo las tres categorías del romano (firmitas, utilitas, venustas), a las que acompañan un proemio y un colofón.

Antes de nada: El arquitecto construye para otros, nunca para sí; debe buscar el servicio, no el aplauso; por tanto, pondré siempre la arquitectura al servicio de la vida, y no la vida al servicio de la arquitectura.

Primero: Construiré edificios sólidos y duraderos, concebidos pensando tanto en el hoy como en el mañana; usaré juiciosamente tanto los materiales como la energía, teniendo en cuenta los intereses de las generaciones venideras; emplearé con cautela y economía los caudales de mi cliente público o privado.

Segundo: Proyectaré desde el estudio minucioso de las necesidades y deseos de los usuarios; tendré en cuenta la posible utilidad del edificio para el conjunto de la comunidad; entenderé la función inseparable del emplazamiento y su contexto urbano o natural.

Tercero: Procuraré otorgar placer a los usuarios y transeúntes a través de la belleza; respetaré los valores históricos o ambientales que confieren personalidad a ciudades y barrios; no impondré mis gustos con arrogancia a los clientes, los habitantes o el público.

Y, finalmente: Si las circunstancias del encargo no permiten atenerse a este código de conducta, me abstendré de construir; porque la dignidad de la persona es más respetable que la oportunidad del profesional; y porque la arquitectura nunca es tan importante como la vida.

Como sin duda pueden reprocharme, estas máximas deontológicas son a la vez taxativas y triviales. Ni prestan atención a la irremediable ambigüedad de la conducta humana, ni desbordan el terreno de la obviedad consabida; en su roma familiaridad son, en efecto, lugares comunes. Tan comunes y extendidos que en algún momento llegué a considerar la posibilidad de presentarlos bajo el artificio literario del manuscrito encontrado, de manera que la antigüedad presunta otorgase autoridad a su solemnidad convencional: solo ubicándolos en la infancia de la arquitectura reclamarían atención unos preceptos tan banales.

Pero resulta que estos lugares comunes lo son muy poco: tanto la arquitectura culta como la arquitectura comercial delimitan sus respectivos territorios al margen por entero de este lugar de encuentro, que viene a constituir más bien una suerte de lugar imaginario, transitado por las declaraciones y abandonado por los hechos. Paradójicamente, el lugar común deviene utópico: un lugar que no existe salvo en el proyecto o la intención. Bajo esta luz, el lugar común pierde su habitual connotación peyorativa; ya no es la senda atareada que se menosprecia desde el ánimo explorador, sino el punto de encuentro donde cristaliza la comunidad física y social; el tópico se convierte así en el lugar intelectual que compartimos, y que no tiene su origen en la pereza o la rutina, sino en el propósito deliberado de conformar un núcleo tenaz de convicciones colectivas: nuestro lugar común.

Este texto, formado por tres preceptos, un prólogo y un epílogo, todos ellos tripartitos, es un fragmento del discurso de ingreso en la Real Academia de Doctores el 12 de noviembre de 1997.


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