Los chalecos amarillos han hecho visibles a los invisibles. La Francia periférica se ha manifestado en el centro de París, y la eclosión política de las clases medias erosionadas por la globalización se ha recibido con la misma sorpresa que el referéndum del Brexit, la elección de Trump o el auge del populismo. Como explica el geógrafo Christophe Guilluy, el fenómeno tiene sus raíces en el proceso de marginación social y cultural de las clases populares iniciado en los años ochenta, que ha abierto un abismo entre la experiencia cotidiana de las élites que viven en metrópolis cosmopolitas y la de los habitantes de ciudades pequeñas y zonas rurales, con menor dinamismo económico y escasa creación de empleo. Para estos el coche es imprescindible, porque se ven obligados a practicar lo que el también geógrafo Daniel Behar llama ‘zapping territorial’ entre la casa, el trabajo y los centros comerciales dispersos por esa ‘Francia fea’ que Michel Houellebecq ha retratado en sus novelas.
La subida del precio del carburante por razones ambientales provocó una colosal revuelta que tuvo su primer escenario en las innumerables rotondas suburbanas —a menudo ocupadas por deplorables piezas escultóricas, y que son lo más parecido que existe a una plaza pública en el entorno fragmentado del sprawl—, pero se centró pronto en el más monumental de los ‘cruces en rotación’, como los llamó su inventor, el urbanista Eugène Hénard: la Place de l’Étoile, diseñada por Jacques Hittorf en torno al Arco de Triunfo siguiendo las pautas de Haussmann, y que en 1907 instauraría por primera vez la circulación giratoria en sentido único para facilitar la conexión de las doce avenidas que confluyen en ella. Símbolo republicano por excelencia, el Arco de Triunfo —en el eje que lleva desde el Louvre hasta el Arco de La Défense— sufrió las iras de la Francia olvidada de las rotondas, que llevó su protesta del territorio informe suburbano al corazón formal de la urbanidad.
Si la transición energética que fomentan los impuestos a los combustibles contaminantes y las limitaciones a la circulación de automóviles en las ciudades es imprescindible y deseable —tanto para conseguir un aire más limpio como para moderar el cambio climático—, la puesta en práctica de estas medidas perjudica a menudo a esa ciudadanía marginada e invisible que ha perdido el tren de la globalización, que necesita el coche como herramienta de trabajo y de vida, y que durante la última década de crisis no ha podido permitirse renovar su vehículo. Desde luego, las directrices europeas en materia de emisiones y las políticas urbanas de movilidad sostenible van en la buena dirección, pero si no se complementan con apoyo a los sectores sociales más frágiles corren el riesgo de incrementar la desigualdad, fracturar la convivencia y agostar la democracia. Los chalecos amarillos de las rotondas deberían parpadear en la conciencia colectiva como la luz ámbar que advierte del peligro.