El automóvil y la arquitectura forman una extraña pareja. Aunque su estima mutua es manifiesta, los miembros de este matrimonio mixto son de tan dispar naturaleza que los frutos de su ayuntamiento tendrán obligatoriamente un carácter híbrido. Por un lado, una máquina veloz y liviana, subordinada en su forma a las leyes del movimiento; por otro, una construcción inmóvil y pesada, sometida en sus trazas a la gravedad testaruda: nada tan improbable como la atracción fascinada entre el tránsito y la permanencia. Sin embargo, el motor de explosión transformó radicalmente el territorio, y la mutación urbana o suburbana generada por esta fertilización tuvo su eco simbólico en edificios que se fingieron raudos y mecánicos. La pasión entre arquitectura y automóvil construyó el paisaje de la modernidad, y el mundo contemporáneo resulta inconcebible sin este mestizaje inverosímil, producto al mismo tiempo de la necesidad y del azar.

En esta unión afortunada o quimérica, la voz cantante la llevó siempre el vehículo. Más allá de las obras a él destinadas —de las fábricas a los garajes en altura, pasando por las autopistas o las gasolineras—, el automóvil cambió la arquitectura agitando el señuelo de la producción en serie frente a una vieja dama anclada en las rutinas de una tradición intemporal, e ilusionando con el sueño de la industria a una construcción todavía artesanal, pero deseosa de normalizar sus procesos y productos. Desde las primeras décadas del siglo pasado, la arquitectura se afana en aprender del automóvil, y éste presenta los últimos modelos con el telón de fondo de las obras recientes, haciendo resonar carrocerías y construcciones en un concierto de deseo y seducción: tras la lección rigurosa de la cadena de montaje, el automóvil enseñaría a la arquitectura la importancia decisiva de la publicidad en el exigente mercado de los edificios o las máquinas.

Siempre con retraso, la mudanza del funcionalismo escueto del Ford T al estilismo caprichoso de los Chrysler tuvo su equivalencia arquitectónica en el deslizamiento de la modernidad racionalista hacia las formas volubles de la opulencia amable y la posmodernidad de consumo, y es con similar desfase temporal como ahora aguardamos la influencia en las obras del mundo del motor. Si se materializa la transferencia de ideas experimentada en el pasado entre los dos miembros de esta peculiar pareja, podemos esperar que el actual esfuerzo de la industria del automóvil por producir vehículos más eficaces y menos contaminantes tenga su reflejo en unos edificios más conscientes de su impacto ecológico en el consumo de materiales y energía, así como en el calentamiento del planeta. Sería un fruto fértil de esta unión híbrida, y acaso la versión construida del Toyota Prius merezca escribir un nuevo capítulo del romance iniciado en la fábrica Ford.


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