La arquitectura es una profesión que ha de destilar optimismo, pero hoy debemos reflexionar sobre la que puede llamarse ‘crisis contra la arquitectura’, frente a la erróneamente denominada ‘crisis de la arquitectura’. Las crisis no son preocupantes sino fructíferas, porque son sinónimos de reflexión y adaptación a nuevos contextos sociales, culturales y técnicos. Repetidas de manera periódica, forman parte de la identidad de las disciplinas y contribuyen a reforzarlas. Pero en el mundo de hoy se producen circunstancias que, impuestas de manera exógena a la propia arquitectura, están definiendo una realidad que dificulta el mejor ejercicio de nuestro quehacer.
Se trata de cambios en los sistemas de pensar la arquitectura y llevarla a cabo, donde triunfa un orden corporativo que la reduce a un producto sistemático, dividido en partes; que pondera solo el mundo de la razón descriptiva y no el de la síntesis intuitiva; y que, argumentando una supuesta eficacia, renuncia al pensamiento unitario propio del proyecto y sustituye los procesos creativos más personales y cercanos al problema. Igualmente cabe deplorar una estructura social y política que, persiguiendo una imposible seguridad y demostrando una gran aversión al riesgo (la sociedad siempre ha progresado asumiendo riesgos de forma individual o colectiva), genera estructuras normativas de todo tipo en los que la arquitectura pierde valor creativo. Y solo por citar una tercera causa, entre otras muchas, debe mencionarse el retraimiento de lo colectivo, especialmente desde la crisis financiera de 2008, cuyo impacto ha dado pie a una merma creciente e inquietante del papel de lo público en la ciudad.
Tanto en su función de garantes de la calidad urbana como en el de promotores de buena arquitectura, los poderes públicos se han visto superados por una realidad económica y social frágil y cambiante que ha hecho olvidar lo esencial. Es hora de recordar que invertir en arquitectura y ciudad merece la pena, y que, al igual que existe el derecho a una sanidad de calidad, debería reclamarse una arquitectura digna que permita a todos vivir mejor: no se trata de un lujo para unos pocos.
Este marco hostil a la arquitectura confunde los medios con los objetivos. Aunque los instrumentos y los contextos sean cambiantes, los fundamentos de la arquitectura —hacer que la gente viva mejor y dejar huella de su tiempo— son inmutables. Si estos se confunden con los medios, el valor de la disciplina corre el peligro de diluirse. Pero es imprescindible reiterar un mensaje de optimismo, porque a pesar de todo la arquitectura seguirá transformando problemas en oportunidades, separando lo sustancial de lo puramente instrumental, y aprovechando los nuevos medios técnicos a nuestra disposición.
Este mes se presenta en Pamplona el Instituto BAI —Instituto de Innovación e Industrialización de la Arquitectura—, un centro nacional que, desarrollando sistemas basados en técnicas avanzadas —en el ámbito de una construcción más eficaz y responsable en términos económicos y medioambientales—, ayudará a mejorar y hacer más accesible la arquitectura, especialmente aquella vinculada a la vivienda, lo que contribuirá de paso a resolver alguno de los problemas estructurales de un tejido productivo que todavía hoy muestra enormes carencias.