Opinión 

Madrid madriguera

Sedes transparentes y hábitos subterráneos

Opinión 

Madrid madriguera

Sedes transparentes y hábitos subterráneos

Luis Fernández-Galiano 
19/11/1993


El vidrio cura. O, al menos, eso pensaban, a principios de este siglo, tanto los reformadores higienistas que buscaban la salud en la transparencia a los rayos solares, como los visionarios vanguardistas que hicieron de la arquitectura de cristal un signo de redención. Fuente de salvación material y moral, ese vidrio doblemente virtuoso es el que envuelve el edificio propuesto como nueva sede de la Asamblea de Madrid. Pero la transparencia física y simbólica es más un exorcismo cínico que una señal de salud democrática. Mientras los parlamentarios regionales manotean en el aire para ahuyentar los demonios que habitan en el cuerpo de la ciudad, el Ayuntamiento de la capital y la Administración Central perseveran en el esfuerzo obstinado y ominoso de devorar sus entrañas.

Madrid es una ciudad malquerida. Por desafecto o por desapego, acaso porque tantos de sus habitantes somos de provincias, o quizá porque sus élites se proyectan sobre ámbitos más amplios, lo cierto es que ésta es una urbe maltratada por sus ciudadanos y por sus gobernantes. Y en el terreno de la arquitectura, escribir sobre Madrid es llorar. Con la piel coriácea que otorgan el desarraigo y la costumbre, muchos de los que aquí vivimos hemos aprendido a ignorar los desafueros cotidianos perpetrados contra esta ciudad que hubiera podido ser amante y se ha convertido en madrastra. Sin embargo, hasta las almas más endurecidas al asombro deben pestañear al contemplar los últimos desatinos, que rubrican el destino infeliz de una ciudad condenada a madriguera.

Del suelo al subsuelo

Desventrada por el boom inmobiliario y la explosión automóvil, la capital de España ha padecido la especulación del suelo, del subsuelo e incluso del vuelo. La liberalización de alquileres transformó en oficinas las viviendas del centro, desplazando a los jóvenes a periferias inciertas, promovidas por condottieros privados como Pinto Fontán o escualos semipúblicos como Carlos Sotos. Entre el Escila del Nuevo Versalles y el Caribdis de la PS V, los nuevos barrios se hicieron con tan flaca arquitectura como abultadas comisiones, y lo que les faltó de debate urbano y cultural lo compensaron con su generosa ración de escándalos económicos. Nada demasiado grave, sin embargo: el abogado del promotor Pinto Fontán, José María Mohedano, continúa como diputado socialista y portavoz de la Comisión Constitucional del Congreso; y la PSV será, casi con seguridad, reflotada por la Caja de Madrid y Argentaría con la garantía del patrimonio histórico del sindicato UGT. Nicolás Redondo puede jubilarse tranquilo.

Mientras algunos socialistas se trabajaban el suelo de la periferia, el Ayuntamiento popular se empleaba a fondo en el subsuelo del centro. Entregando la ciudad al automóvil, Álvarez del Manzano ha minado Madrid con incontables túneles y aparcamientos subterráneos, con un síndrome excavador que no se ha detenido ante la Ciudad Universitaria, ni ha renunciado todavía a perforar la plaza de Oriente. Así, aunque la Gerencia Municipal de Urbanismo anuncie sus acuerdos con una orla en la que figuran los edificios más elevados y abominables de la ciudad —flanqueados por el Faro de Moncloa en un extremo y las Torres de KIO en el otro— el actual alcalde no será recordado por ese perfil lamentable sobre el cielo, sino por sus excesos excavadores en el subsuelo.

Derechos de vuelo

Y tras el suelo y el subsuelo, la novedosa explotación de los derechos de vuelo. En plena crisis inmobiliaria, Renfe y Argentaría anuncian la ‘Operación Chamartín’: 130.000 millones de inversión para edificar oficinas, comercios y viviendas sobre las 62 hectáreas que se obtienen de cubrir las vías del tren entre la plaza de Castilla y Fuencarral. Sin más información librada que un plano esquemático y una sección trivial, Renfe atribuye el mayor proyecto urbano de la década a la banca pública y al despacho de Ricardo Bofill —autor también, por cierto, del edificio más gravoso promovido por el Ayuntamiento madrileño en toda su historia, el escenográfico y vulgar Palacio de Congresos, que ha costado más de 15.000 millones—.

No hay gran ciudad europea que se precie que no someta un proyecto de esta envergadura a un proceso laborioso de consulta pública y contraste profesional; pero en este caso no ha habido sino una deliberación privada que ha contemplado sólo otras tres propuestas: las elaboradas por el BB V y un pool de constructoras con sendas ingenierías, y la del inefable Manuel Ayllón, el consejero delegado del Pasillo Verde Ferroviario (una operación similar, aunque de menor tamaño, promovida por Renfe y el Ayuntamiento, y que se encuentra actualmente paralizada con 7.000 millones de deudas).

La intrépida maquinista Mercé Sala se ha lanzado, con el aval de Borrell y los dibujos de Bofill, por la pendiente en que descarriló su predecesor, el hoy londinense García Valverde, que sólo se aventuró por el peligroso ramal de San Sebastián de los Reyes cuando su ‘ingeniería financiera’ sobre Chamartín entró en vía muerta. El trío catalán debe cruzar los dedos al adentrarse por los laberintos ferroviarios madrileños. Sala ha declarado estar preocupada por que la «gestión patrimonial» se confunda con «especulación inmobiliaria», y su propio jefe, Borrell, ha escrito en este periódico que «el suelo se compra y se vende, pero la ciudad no es, una mercancía, sino un espacio políticamente organizado». Él debe saberlo mejor que nosotros.

La ubicación del nuevo parlamento de la Comunidad de Madrid es aún incierto, pese a contar ya con un proyecto elaborado por la propia administración regional, un diseño en el que la transparencia pretende ser una imagen de la democracia.

Ahora bien, si la organización política del espacio ciudadano exige elaboración de alternativas, debate público y transparencia en la toma de decisiones, caben pocas dudas acerca del ‘déficit democrático’ que nos aqueja, un déficit que alcanza dimensiones de escándalo en la Administración Central, con diferencia la más opaca de la tres que intervienen en el ámbito madrileño. En este terreno, la Comunidad de Madrid merece la nota mejor, ya que se esfuerza en comunicarse con el público con más empeño que el Ayuntamiento —más transparente de todas maneras en lo urbanístico que en lo arquitectónico—, y no digamos ya que los diferentes ministerios.

No es seguro, sin embargo, que la comunicación interinstitucional sea igualmente fluida; por las mismas fechas que se anuncia la ‘Operación Chamartín’, la Comunidad hace público su proyecto de ‘Gran Sur’: un parque empresarial a lo largo de la autopista radial M-50, entre los municipios de Alcorcón, Móstoles, Leganés, Fuenlabrada, Getafe y Parla, con una inversión prevista de 125.000 millones, casi exactamente igual a la de Chamartín. Es difícil creer que vayan a existir recursos públicos para ambas operaciones de forma simultánea, y es más difícil aún comprender cómo Madrid va a apostar a un tiempo por el ‘Gran Norte’ de Borrell y el ‘Gran Sur’ de Leguina.

Transparencia retórica

La transparencia como imagen de la democracia es una intención laudable del proyecto aprobado unánimemente por los grupos parlamentarios de la Asamblea de Madrid. Sin embargo, el traslado desde San Bernardo a la Maternidad de O’Donell es una operación que se presenta envuelta en un sudario de sombras. Es dudoso que el nuevo lugar sea el más apropiado: en un conjunto sanitario, y alejado del centro histórico de la ciudad, el parlamento regional carecerá de esa legitimación simbólica que sólo otorga la pátina del pasado. Pero es más dudoso aún que la forma de abordarla sea la mejor: un encargo directo a la oficina de proyectos de la Consejería de Ordenación Territorial, seguramente capacitada para muchos menesteres, pero absolutamente inadecuada para un trabajo de esta relevancia y visibilidad.

Y a la vista está el resultado: un cubo de vidrio dividido en 7 x 7 módulos y dotado igualmente de 7 plantas (3 de las cuales bajo rasante), extrañamente similar al pabellón de la Comunidad de Madrid en la Expo de Sevilla, que se articula incómodamente con dos cuerpos más opacos. Pero ni el cubo transparente con el gran salón de plenos ni el edificio lineal en la calle O’Donell con las oficinas de la Asamblea poseen la calidad arquitectónica que cabría esperar de un gran proyecto institucional. Aunque en eso los parlamentarios madrileños siguen fielmente los pasos de sus colegas del Congreso, que forzaron —como ellos— un cambio del Plan General de Madrid para obtener una libertad formal y de usos que aprovecharon con la fortuna que está a la vista en la Carrera de San Jerónimo.

De ahí que la cristalina transparencia de la nueva Asamblea madrileña parezca, en su parto incierto, más retórica que genuina. En su entorno hospitalario, los diputados comprenderán pronto que el vidrio no cura los males físicos y espirituales de esta ciudad, Madrid, madrastra, madroño seco, madriguera de España. 


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