Además de aparato volador, el avión es centro comercial, hotel, cine, restaurante, kiosco y oficina; y es esa íntima relación con el tejido de la vida cotidiana lo que hace tan terrorífico el uso de la aerolínea como arma. Del anuncio de la venta a bordo a la publicidad de maletas, todo el imaginario simbólico presenta el avión de pasajeros como una extensión de los lugares del trabajo o el ocio. En contraste, la representación del avión de combate multiplica su amenaza con la acumulación y las aristas: la nube de B-52 en los carteles de Dr. Strangelove, o la alfombra de esos aparatos siendo desmantelados en los bone yards de la base Davis, dibujan un paisaje de agresión ordenada que impresiona con su reiteración apocalíptica; y las propias formas de los modelos —los perfiles de los helicópteros de ataque, los pliegues aristados del caza F117, la manta recortada del bombardero B2— golpean la retina con su belleza violenta. El 11-S fue también atacada la arquitectura obtusa del Pentágono, y los aeropuertos de Saarinen en las dos ciudades agredidas recuerdan que la aviación civil promueve construcciones más amables que la militar: los fotógrafos comparan la capilla de SOM para las Fuerzas Aéreas con las tropas formadas y los cazas de la época, y seguramente no son malas metáforas...[+]