La vida es oficina, pero la oficina no es vida. El adulto occidental pasa la mitad de su existencia consciente en entornos administrativos, y la calidad ambiental de la mayor parte de ellos es difícilmente compatible con el estímulo: si la iniciativa se adormece en el espacio homogéneo y reglamentado, los sentidos se embotan bajo la luz sin sombras de un cielo artificial. Durante el siglo XX, la racionalización del trabajo burocrático se llevó a cabo injertando en el panóptico disciplinario de la Ilustración la organización mecánica de las tareas preconizada por el scientific management, y esa unión hipostática de Jeremy Bentham y Frederick Taylor creó oficinas para procesar papel con la eficacia de la producción en serie de las cadenas de montaje. Hace ahora cien años, el edificio Larkin de Wright cristalizó premonitoriamente la revolución en ciernes, y la homotopía administrativa sería desde entonces objeto de sátiras amargas o amables, desde el Billy Wilder de The Apartment y su famosa escenografía de oficina interminable, hasta el Jacques Tati de Playtime y la perplejidad de Monsieur Hulot ante el laberinto de la oficina corporativa.

Ante esas manifestaciones extremas de la anomia arquitectónica, los reformadores ensayaron múltiples alternativas: el pintoresquismo del Bürolandschaft germánico se extendió con rapidez, pero la variedad de sus artificios paisajísticos apenas altera la patología de la planta profunda; la fragmentación física del estructuralismo holandés procuraba recuperar la escala doméstica y la apropiación del espacio de trabajo, pero ese humanismo antropológico resulta incompatible con la estructura cambiante de la empresa; y la escenografía caprichosa de la deconstrucción californiana ha intentado dar cuerpo a una utopía lúdica, pero la mitología antiautoritaria de esas accidentadas guarderías de colores no ha arraigado fuera de las agencias publicitarias y el mundo de la imagen. Pese a las fantasías voluntariosas sobre la disolución de los límites de la oficina que facilitan el teléfono móvil y el ordenador portátil, el mejor retrato del espacio administrativo contemporáneo puede hallarse en las fotografías hipnóticas de Andreas Gursky: la oficina nómada puede haber colonizado la casa o el avión, pero no ha corroído la hipertrofia del orden.

Paradójicamente, la uniformidad del espacio administrativo se ha hecho coexistir con la heterogeneidad de los envases, que han puesto sus medios estilísticos al servicio de la diferenciación empresarial, reduciendo la arquitectura a un instrumento de la comunicación y el marketing. Mientras tanto, el principal dilema de las corporaciones sigue formulándose entre el rascacielos urbano y el rascasuelos periférico, y en esa elección pesan tanto los factores de accesibilidad y seguridad como los propiamente ideológicos y simbólicos: hay parques de oficinas concebidos como ciudades de vacaciones y otros semejantes a ciudadelas militares; hay rascacielos socialdemócratas que colocan en su cúspide el ocio de los empleados, y rascacielos neoliberales coronados por despachos de plutócratas. Sin embargo, todos se contraponen al tejido fértil y flexible de las oficinas pequeñas y medianas que mezcladas con comercios y viviendas hacen de la ciudad un organismo vivo: en ese tapiz emprendedor y resistente se ocultan las mejores oficinas, núcleos de innovación y experimento que hacen más soportable el testarudo oficio de vivir.


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