Si el libro es una máquina para pensar, entonces las bibliotecas son fábricas de pensamiento. Esas industrias intelectuales, sin embargo, se enfrentan en nuestros días a la mutación de sus herramientas, y el libro digital impulsa el tránsito contemporáneo de las bibliotecas desde el espacio arquitectónico hacia el nodo informático. La primera revolución de la escritura, hace casi dos milenios, sustituyó el rollo por el códice, y esa innovación extraordinaria de las páginas encuadernadas hizo posible el acceso cómodo y rápido a la información depositada entre sus cubiertas; la segunda revolución, hace algo más de medio milenio, reemplazó el manuscrito por la imprenta, y la reproducción mecánica facilitó una multiplicación espectacular de los textos; la tercera, de la que nos ha tocado ser testigos, ha efectuado el tránsito del impreso físico a la información digital, y con ella una formidable explosión de la disponibilidad y del acceso.
Del papiro al pergamino, del pergamino al papel y del papel al bit. Recorriendo esta ruta, enseguida se advierte que la última metamorfosis tiene una naturaleza distinta a las anteriores, porque al pasar del universo material de los rollos, los códices o los libros al mundo virtual de las redes las necesidades espaciales de las bibliotecas convencionales se desvanecen. Desde el mundo clásico hasta el siglo XX, las bibliotecas han sido a la vez depósitos de manuscritos o impresos y lugares para su consulta, pero ni los unos ni los otros parecen ya imprescindibles: tanto los almacenes como las salas de lectura serán—nos dicen progresivamente reemplazados por los archivos informáticos y las pantallas individuales, haciendo innecesarios los edificios específicos y convirtiendo las actuales bibliotecas en arquitecturas prescindibles, fósiles construidos de una era de la información periclitada de forma definitiva. ¿Es ese su destino?
Por más que las tribulaciones de editores o libreros dibujen los perfiles de un paisaje de crisis, las bibliotecas tienen todavía esperanzas fundadas de supervivencia, como atestigua la adaptación de las grandes instituciones a las demandas de la red—que han sabido hacer compatibles con sus funciones tradicionales—, así como la profusión y popularidad de las de menor escala, convertidas en centros sociales que ofrecen a jóvenes y ancianos comodidad y silencio, además de libros, revistas o conexiones de internet. Al cabo, los seres humanos gustamos del encuentro, y ni el teletrabajo puede sustituir la vitalidad interactiva de la oficina, ni la lectura en pantallas dispersas puede reemplazar el contacto informal en los centros de investigación, los lugares de enseñanza o las bibliotecas. Al igual que la educación a distancia no hizo desaparecer la llamada ‘presencial’, la biblioteca a distancia tampoco hará obsoleta nuestra biblioteca material.