Opinión 

Topografía táctil

Eisenman construirá una ciudad de la cultura

Opinión 

Topografía táctil

Eisenman construirá una ciudad de la cultura

Luis Fernández-Galiano 
11/09/1999


Peregrino de lenguajes, Peter Eisenman alcanza en Compostela la meta de un camino. Todas sus experiencias formales confluyen en este proyecto singular, que puede ser el más importante de su trayectoria profesional y artística: frente a una ciudad sagrada, el neoyorquino modela una loma con ondas perforadas por profundas gargantas, y bajo ese paisaje alabeado dispone a su albedrío los museos, bibliotecas y auditorios de una acrópolis cultural para Galicia. En esta topografía táctil se agavillan las sendas exploradas por una biografía impaciente: la obsesión sintáctica de los años setenta, aquí presente en las mallas ortogonales que se deforman después con distorsiones rítmicas; las excavaciones artificiales de los ochenta, reproducidas a través de la traslación de las trazas del casco medieval de Santiago al cerro intacto del nuevo recinto; y los pliegues azarosos de los noventa, llevados a su extremo más deliberado y coreográfico en una corteza ondulante y agrietada que extiende sobre la colina un dosel pétreo.

Similar a un plegamiento geológico en el que se hubieran tallado rendijas geométricas, el volumen de la Ciudad de la Cultura de Galicia se desmadeja sobre el terreno con plasticidad escultórica, y desdibuja sus límites hasta fundirse con un lugar al que se enhebra a través de cinco calles prolongadas con plácidos paseos arbolados. Las calles remiten a las mismas cinco del casco antiguo compostelano, así como a su extensión tradicional con rueiros, y de hecho la forma definitiva del conjunto se obtiene a partir de la planta del núcleo histórico, a la que se superpone la característica estructura estriada de la venera, la concha de molusco que es el símbolo secular de la peregrinación a Santiago. Levantando su perfil agitado frente a las torres de la catedral y sobre la autopista que vertebra la fachada atlántica de Galicia, la nueva Ciudad de la Cultura se propone así como una montaña mágica y sagrada que convoca a peregrinos del conocimiento. 

De las mallas deformadas de los setenta a las excavaciones artificiales de los ochenta y los pliegues azarosos de los noventa, las experiencias formales de Eisenman confluyen en su proyecto de acrópolis cultural.

El arquitecto describe el proyecto como una concha fluida, y fluida es en efecto la moldeable materia de este caparazón pulsante que derrama sus ondas en el paisaje, donde se vierten progresivamente amortiguadas como un perezoso oleaje de granito; fluida es la plasticidad arcillosa y torneada de estas cubiertas que se levantan del suelo, vuelven a caer hasta confundirse con el pavimento y se elevan de nuevo en un latido arrítmico que invita a sustituir la mirada por el tacto; y fluido es también el temblor vibrátil de los labios vaginales que, aunque cuarteados y con grietas, más evocan el molusco que su concha. A fin de cuentas, la venera es antes símbolo de Venus que de Santiago, y su etimología inequívoca entra aquí en resonancia con formas femeninas en su receptividad dúctil y emotiva. Huyendo de las geometrías asertivas y aplomadas, esta topografía evita también la violencia de las aristas, que sólo aparecen cuando su masa se recorta con la penetración de la trama urbana sobreimpuesta, en una representación metafórica e invertida de la violación de la naturaleza por la edificación.

En su tránsito de las aristas a las ondas, Eisenman deja atrás la papiroflexia angulosa de sus proyectos de los años noventa para explorar un campo nuevo, ya ensayado en las propuestas de los concursos de Brujas y Manhattan, pero en ningún lugar desarrollado con la segura elocuencia de Santiago. Esta arquitectura topográfica, que su autor entiende como una forma de superar la oposición entre figura y fondo, revisa asimismo los límites de lo que el historiador y crítico Kenneth Frampton —en la tradición de Gottfried Semper— suele llamar tectónico y estereotómico: la estructura ligera ligada a la cubierta y la obra gruesa vinculada al terreno. Aquí, las cubiertas pétreas se montan y se modelan, tectónicas y estereotómicas a la vez, confundiéndose con el terreno en una continuidad tejida que extiende sobre el monte una gruesa alfombra de granito, en cuyos pliegues recortados se reúnen las formas mórbidas de la erosión geológica con los contornos nítidos de la excavación arqueológica.

El proyecto superpone los pliegues de la venera con las trazas del casco histórico de Santiago, fundiendo el terreno y las cubiertas con un gesto que pone en cuestión los límites entre lo tectónico y lo estereotómico.

Si se compara la ampulosidad teatral de estos ropajes rotundos con las incisiones caligráficas y los dobleces aristados de proyectos anteriores, se advierte que el arquitecto norteamericano abandona aquí el hieratismo plisado de las esculturas románicas por las túnicas ondulantes de los ángeles góticos, las fachadas diagramáticas de los palacios renacentistas por el fragor volumétrico de los retablos barrocos, o la geometría facetada del caza F-117 Nighthawk por la horizontalidad alabeada, colosal y flotante del bombardero B-2 Spirit. Por un azar onomástico, Peter Eisenman reúne en su nombre el hierro tectónico y la piedra estereotómica, y es posible que su deriva de la malla sintáctica al volumen escultórico sea también un deslizamiento del apellido familiar al patronímico individual; pero por otro azar extraordinario, el arquitecto tiene un hermano teólogo y erudito bíblico quien ha argumentado detalladamente que el Santiago asociado a la venera y quizás enterrado en Compostela no es Santiago el Mayor, sino Santiago el hermano de Jesús, a su juicio el único de los Santiagos del Nuevo Testamento con existencia histórica probada, identificado como el Maestro de Justicia en los Manuscritos del Mar Muerto, y al que debe considerarse, por delante de Pedro, como legítimo sucesor de Cristo en el liderazgo de la Iglesia.

Esa coincidencia inesperada cierra un fraternal círculo virtuoso, que encomienda a un arquitecto judío la construcción de un santuario de la cultura frente a la tumba del rival de un Pablo gentil y helenístico que consiguió hacer universal la nueva religión seccionando sus raíces mosaicas. Es posible que la tumba del Apóstol fuese sólo una genial invención de la medieval renovatio asturiana para tejer el norte de España con la Europa cristiana; es posible que el actual presidente de la Xunta de Galicia, Manuel Fraga, no se contemple como el sucesor de los constructores de la catedral, los obispos Peláez y Gelmírez; y es posible que el relato de Robert Eisenman sobre Santiago no sea sino una sugerente hipótesis trenzada con los mimbres delgados de la erudición y la ficción. Pero en la página más famosa de À la recherche du temps perdu, Proust advierte que la envoltura de su magdalena reproduce el abanico estriado de la concha peregrina, y es seguro que el placer producido por esta forma ondulante, mágica y mítica no puede sino augurar un final venturoso a este camino arquitectónico que lleva de la gramática a la memoria, del doblez a la onda y del ojo a la piel.


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