Opinión 

Libro o bibliotecas

Opinión 

Libro o bibliotecas

Luis Fernández-Galiano 
31/12/1998


El libro solía habitar las bibliotecas. Hoy, sin embargo, el libro ha sido secuestrado por la industria del ocio, y las bibliotecas han pasado a integrarse en los circuitos de la información. Ocio e información no son incompatibles, pero ocupan espacios diferentes en la arquitectura simbólica de la sociedad contemporánea, y así, libro y bibliotecas se alejan como témpanos a la deriva. Los libros, que en otro tiempo alimentaban de forma capilar un delicado tejido de bibliotecas públicas y privadas, actualmente se producen y se consumen con una voracidad torrencial que no aspira a dejar detrás de sí residuo alguno: los depósitos se han transformado en flujos. Y las bibliotecas, que antaño tenían su razón de ser en los interminables anaqueles listados de volúmenes, hoy son edificios que ayuntan lo informativo y lo asistencial, construcciones ambiguas donde se cruzan la oficina administrativa, el centro cultural y el pabellón de servicios.

Si el libro ya no aspira a reposar en la biblioteca, y si la biblioteca ya no necesita ni desea tener libros, el editor se convierte en un agente comercial, y el bibliotecario en un especialista en máquinas y programas de ordenador, fracturando la vieja complicidad que soporta la relación entre el libro y la biblioteca. El consumo masivo de libros circunstanciales y la mecanización compulsiva de la biblioteca electrónica dibujan un paisaje en el que libro significa «best-seller vendido en grandes almacenes a través de campañas de promoción», y biblioteca es una manera apocopada de referirse a «pantallas que dan acceso a archivos, CD-ROMs o Internet.» En ese contexto, no es extraño que el estado de California haya decidido no construir más bibliotecas universitarias, dedicando en su lugar los recursos a la creación de bibliotecas virtuales, en las que no existan libros materiales, y que por tanto tampoco precisen de edificios físicos.

Pero cuando la biblioteca infinita de Babel con la que soñó Borges esté enteramente construida en el ciberespacio, y cuando los exploradores del universo laberíntico de los libros sean todos navegantes que surcan la red en la estela pálida de las pantallas, aún quedará un lugar para los lectores arcaicos que se extravían en la jungla digital, y aún quedara una función para las antiguas bibliotecas despojadas de libros. A medida que la lectura solitaria y la navegación electrónica se desplazan a los domicilios, las bibliotecas pueden llegar a ser los recintos de serenidad y silencio que en su día fueron las iglesias, hoy clausuradas para todo lo que no sea las ceremonias de culto o la curiosidad turística; permanentemente abiertas, luminosas y cálidas, aliviadas de la carga gravosa de los libros, pero también de la pesadilla insufrible de las máquinas, las bibliotecas pueden ser el refugio de jóvenes y ancianos frente a la algarabía escolar o el hacinamiento doméstico: un lugar colectivo y sagrado al servicio de la intimidad del individuo ensimismado.


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