Las crisis sanitarias ganaderas han desembocado en hecatombes cuya dramática representación en los medios nos ha hecho inevitablemente conscientes de la perversidad de nuestro sistema alimentario. Manipulando la genética animal hasta producir resultados tan tragicómicos como los pollos desnudos israelíes —para los que una fanzine propone satíricamente el patronaje de un línea denim—, y forzando la codicia de la explotación ganadera hasta hacerla reventar por las costuras de la encefalopatía espongiforme y la fiebre aftosa. Las pilas de vacas, ovejas o cerdos sacrificados e incinerados encendieron una luz de alarma y angustia en la conciencia occidental. Ejecutado por matarifes distraídos, este holocausto unánime alcanzó las portadas, pero sólo la excepcionalidad de las plagas lo hacían diferente de la matanza habitual en los campos de exterminio terrestres o marítimos. Entre la pila y la pira, esta banalidad del mal tiene su origen inmediato en lo aberrante de una estructura de protección agrícola en los países industriales que arruina al Tercer Mundo mientras acumula en almacenes excedentes y cenizas; pero su motivo más profundo se halla quizá en el desprecio de la vida humana y animal que nos permite pasar de largo frente a la cara de buey y el rostro del suicida...[+]