Del Grand Tour dieciochesco al road movie contemporáneo, el viaje ha sido siempre un itinerario de descubrimiento. Ya sea un viaje de estudios o un deambular azaroso sobre ruedas o raíles, el desplazamiento a otras geografías físicas, sociales y culturales es a la vez una experiencia formativa y un rito de paso. El ensimismamiento identitario y los prejuicios xenófobos se curan viajando, y no hay mejor estímulo del pensamiento y la emoción que la libre circulación de los cuerpos y las conciencias. Recomendable para cualquiera, el viaje es imprescindible para el arquitecto, porque la experiencia del edificio se traslada con dificultad mediante fotografías o dibujos: sólo la visita permite entender plenamente una obra, y no digamos ya una ciudad o un paisaje. Los viajes de los arquitectos, de Soane o Viollet-le-Duc hasta Le Corbusier o Kahn, constituyen un género artístico y literario, pero también un acervo interpretativo y nutricio.

La eclosión del turismo de masas en la segunda mitad del siglo XX ha dado al viaje un significado distinto, porque no es fácil enhebrar un hilo de continuidad entre el gentleman en búsqueda de antigüedades o el burgués de Wagons-Lits y guía Baedecker con los jóvenes de las crazy techno afternoons en Ibiza. Sin embargo, esos masivos desplazamientos, impulsados por la difusión del automóvil primero, y multiplicados después por la generalización de los vuelos baratos, han erosionado fronteras de desconocimiento y recelo, y han difundido comportamientos y hábitos, fomentando la tolerancia y la aceptación de la diversidad. Producto del pacto social de la postguerra, que universalizó las vacaciones pagadas, esta colosal industria del ocio se ha contemplado a menudo con desdeño elitista, pero para buena parte de la población, sujeta a su trabajo rutinario y estéril, ha sido fuente de placer y mecanismo de compensación.

En esta empresa global de entretenimiento, la arquitectura ha tenido un papel protagonista, produciendo iconos que ayudan con sus estrellas Michelin al city branding que atrae visitantes, mediante los parques temáticos que reúnen las construcciones emblemáticas del planeta para el viajero apresurado, o a través de los hoteles exóticos que ofrecen al huésped un consumo de experiencias adulteradas o genuinas. Nadie ha explorado el turismo contemporáneo, de los viajes organizados a los clubs de vacaciones, más lúcidamente que el escritor Michel Houellebecq, con una mirada desolada y tierna donde la devastación emotiva de hombres y mujeres se ilumina a fogonazos por la promesa de felicidad de un tiempo detenido en un lugar distante. Como subraya en su relato Lanzarote, «el mundo es de talla mediana», y seguramente los que hoy podemos llegar a sus paisajes más remotos lo somos también.


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