Opinión 

Obras topográficas

Luis Fernández-Galiano 
30/09/2014


La tabula rasa de la modernidad era histórica, pero también topográfica. En su empeño por levantar edificios genéricos, el funcionalismo canónico procuró borrar las huellas de los lenguajes arquitectónicos del pasado, que podían percibirse como un pesado lastre de referencias históricas y un incómodo equipaje estilístico en todo incompatible con el despojamiento formal y la pureza adánica de un movimiento auroral; pero también pugnó con la inevitable diversidad de los emplazamientos, de cuyas características topográficas o climáticas —por no hablar ya de su especificidad geométrica y contextual— procuró hacer abstracción para proyectar modelos replicables, construcciones normalizadas que evocaran una ficticia fabricación industrial. La modernidad de estricta observancia dejaría de lado la memoria y el lugar, desnudándose así de ropajes de época y a la vez haciendo esencialmente irreconciliables el tipo y el topos.

Sin embargo, hoy percibimos con mayor claridad la continuidad implícita entre la arquitectura clásica y la moderna, manifiesta en la pervivencia tenaz de los mecanismos compositivos académicos y en la inspiración común en las grandes obras del pasado: desde que Colin Rowe —en la estela de Rudolf Wittkower— vinculara las fachadas de las villas corbuserianas con las de Palladio, el fantasma de la historia se agita tras cada proyecto contemporáneo, y no sólo en los explícitamente adscritos a la postmodernidad. De forma no muy distinta se ha revisado la óptica con la que contemplamos la relación con el sitio y el paisaje en la obra de los grandes maestros del siglo XX, y no ya únicamente en la de aquellos cuya devoción orgánica, de Frank Lloyd Wright a Alvar Aalto, les hizo construir en empatía con la naturaleza, sino incluso en la de figuras menos previsibles, sea el Mies van der Rohe de la Garten Kultur o el Le Corbusier de los viajes.

El interés por la singularidad de los lugares se ha manifestado también en el mundo del arte, tanto con las obras site-specific como con el land-art, y desde Robert Smithson, Walter de Maria o James Turrell hasta Olafur Eliasson, muchos artistas han procurado enraizar sus obras en el territorio, suscitando una curiosidad renovada por el pintoresquismo, y ejerciendo una influencia considerable sobre la arquitectura. Con todo, ni la revisión crítica de la tabula rasa moderna ni la permeabilidad capilar a las artes del paisaje han sido tan importantes como la renovada conciencia de nuestra interdependencia con el universo natural, que ha obligado a repasar lecciones intemporales y olvidadas acerca del vínculo necesario entre la construcción y el lugar e incluso ha estimulado el diseño de edificios que se proponen como paisajes artificiales: algunas obras son pues especialmente topográficas, pero toda arquitectura es site-specific.


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