Tras cada catástrofe, Japón se reinventa. El diseño solidario del israelí Yossi Lemel y el opúsculo epistolar del suizo Daniel de Roulet son dos respuestas a la tragedia del 11.3.11 cuyo título común, tomado prestado aquí, alude a la película de Alain Resnais que fue a la vez un manifesto de la Nouvelle Vague y un exorcismo de Hiroshima a través de un diálogo íntimo sobre la paz, la memoria y el olvido. En 1960, un año después del estreno de Hiroshima mon amour, Japón celebró la World Design Conference, donde Kenzo Tange —que había levantado en 1950 el Centro de la Paz de Hiroshima, un emblema de la modernidad democrática— lanzó el movimiento metabolista como una vanguardia arquitectónica para reinventar con la técnica un país derrotado en la II Guerra Mundial y constreñido por un territorio sísmico y abrupto: un movimiento al que ha regresado medio siglo más tarde el holandés Rem Koolhaas, proveniente de otros paisajes artificiales, para reconstruir mediante la conversación la imaginación creadora de aquellos pioneros, enfrentados a la mortalidad y a la desmemoria.
Durante las tres décadas que siguieron a la WoDeCo el país experimentó un gran auge económico, mostrado al mundo en los Juegos Olímpicos de Tokio en 1964 y la Expo de Osaka en 1970, circunstancialmente debilitado por las crisis del petróleo de 1974 y 1979, y que llegaría al paroxismo con la burbuja bursátil e inmobiliaria de la segunda mitad de los ochenta. El estallido de esa burbuja en 1990 dio lugar a una etapa de relativo estancamiento, que obligaría a otra reinvención arquitectónica, esta vez en torno a figuras como Toyo Ito y, sobre todo, su discípula Kazuyo Sejima, con obras que persiguen la fluidez y la ligereza como representación de la inestabilidad del mundo contemporáneo. Cuando AV exploró las ‘Generaciones japonesas’ en 1991, el recorrido se iniciaba en Tange y llegaba hasta Ito, que en 1995 ganaría el concurso para construir el que sería su capolavoro, la Mediateca de Sendai, al mismo tiempo que el país sufría otra catástrofe, el terremoto de Kobe, que impulsaría arquitecturas de emergencia como las de Shigeru Ban y marcaría indeleblemente a la llamada ‘generación postburbuja’.
Esta tendrá en SANAA —creada ese año 1995 por Sejima con Ryue Nishizawa— su referencia inevitable. En 2004 presidí el jurado que les otorgó el León de Oro de Venecia; en 2005 Arquitectura Viva organizó, con ocasión de la Expo de Aichi, una muestra en Tokio que tuvo en SANAA a su participante más notorio; y en 2006 AV publicó una monografía, coincidente con una exposición en el MUSAC, para documentar una obra fascinante que en 2010 sería premiada con el Pritzker. Pero el tsunami de 2011, que devastó grandes zonas del país, y que con la paralización de la central de Fukushima puso en crisis la energía nuclear en todo el planeta, abre otra etapa histórica para Japón, y otra reinvención de su arquitectura y de su territorio.
De ella habrán de ser protagonistas unas nuevas generaciones, formadas en la estela de SANAA, pero enfrentadas a desafíos y riesgos inéditos. Los metabolistas vivieron en la sombra de Hiroshima, pero supieron levantar la arquitectura y la autoestima del país: no otra cosa cabe esperar de los jóvenes que inician su trayecto bajo la sombra ominosa de Fukushima.