Sou Fujimoto describe sus arquitecturas aleatorias como ‘notas sin pentagrama’, y en efecto es estéril intentar interpretar sus formas desde la composición convencional. Evitando tanto la malla cartesiana de la regularidad como las pirámides jerárquicas de la subordinación, sus piezas se dispersan en el espacio con un orden espontáneo, que evoca a la vez los procesos de crecimiento orgánico en la naturaleza y los mecanismos de ajuste en la esfera social. Reconciliando las leyes biológicas con las prácticas colectivas, esta arquitectura se disuelve en el entorno paisajístico o urbano para cristalizar súbitamente en joyas geométricas que extraen su brillo de la bruma, y su forma poética de su displicencia funcional. Huyendo de las afirmaciones contundentes, las obras cultivan una debilidad traslúcida que es la base de su fuerza lírica, y hasta los proyectos más sólidos se excavan o erosionan para liberar a las notas de los barrotes del pentagrama y la disciplina del metrónomo.
Por más que sea un verso suelto en el panorama de la arquitectura japonesa, Fujimoto es difícil de imaginar fuera del clima social, el entorno técnico y el paisaje artístico del país: un ambiente luminoso, exacto y sosegado donde la sintonía con el medio natural es inseparable de la cortesía ciudadana y el bajo perfil de la individualidad afirmativa. Sus recintos etéreos de umbrales borrosos prometen una depuración espiritual que han perseguido también otros arquitectos de su propia generación y de la generación anterior, pero muy pocos con la exigencia extrema que muestran algunas de sus obras residenciales, más atentas al alojamiento de las almas que al albergue de los cuerpos. Infatigablemente experimental en cada encargo nuevo, el arquitecto se interna por un jardín de sendas no trazadas, y a los observadores de su trayecto nos espera una sorpresa en cada bifurcación y en cada giro del camino, cegados por el fulgor de la intuición y por el azar del hallazgo.
A fuerza de buscar un futuro verosímil en el presente eterno de lo primitivo, Fujimoto ha explorado los arquetipos gemelos y antitéticos de la cueva y el nido, arquitecturas del origen que no remiten a la ocupación humana o animal sino a su materialidad contrapuesta: frente al refugio hallado en la cueva, la realización deliberada del nido; frente al espacio negativo, la construcción con elementos; y frente al desvanecimiento del proyecto en la adaptación a lo existente, la afirmación de la intención en la producción de lo nuevo. Formas opuestas de protección orgánica, cueva y nido coinciden en la celebración de la vida que albergan en su vientre tibio, y de su matriz común surgen arquitecturas que, en las profundidades húmedas de la tierra o en las copas ventosas de los árboles, ofrecen amparo ante las tormentas del mundo. Quizá no otra cosa persigue el arquitecto, con la música callada de unas obras que deslumbran y se desdibujan como notas sin pentagrama.