SANAA se abrevia en un frutero para el té. En la exposición de Kazuyo Sejima y Ryue Nishizawa celebrada en el MUSAC de León, la obra exquisita de la pareja se resume en un juego de té diseñado como si de un frutero se tratase, con las diferentes piezas —tetera, azucarero, jarra de leche, botes de pastas— tratadas como bultos carenados y redondos, dentro de un cuenco que los agrupa para formar un bodegón de plata, y con todas las tapas dotadas de pequeños pedúnculos que refuerzan la apariencia de frutas metálicas. Un vídeo que se proyecta en otra sala —los organizadores de la muestra decidieron separar las maquetas y objetos de los planos y documentos en dos dimensiones— describe el proceso de fabricación de los prototipos, con bloques geométricos de cera que van adquiriendo la forma redondeada del molde futuro mediante cortes ejecutados a cuchillo por manos que se mueven con el gesto de pelar la fruta. Los estados intermedios del proceso son formas facetadas que surgen de las virutas de cera como las manzanas de Cézanne, modeladas por la pincelada paralela, pero el resultado final es un conjunto de piezas que exhiben la textura autista de la cacharrería hermética de Morandi, gruesas peras sensuales a las que el rabito de boina da un aspecto sonriente de dibujo animado, y que en su versión definitiva de acero inoxidable brillan como joyas exactas de una industria impecable.
En este diseño metálico y vegetal se anudan muchos de los hilos que enhebran la trayectoria consistente y leve de los japoneses: la sensibilidad táctil de las obras, donde la materia se desvanece a través de un sfumato que desdibuja los perfiles en sombras y reflejos; la empatía con la naturaleza circundante, percibida inicialmente a través del filtro formulario de la ceremonia, y descompuesta luego en vibrantes tapices de pétalos y mondas; el laconismo introvertido de las construcciones, objetos autorreferentes que se diluyen en el entorno al tiempo que se afirman con el aplomo autónomo de naturalezas muertas; la fragmentación orquestada de los programas, que estallan primero y se recomponen después en rigurosos recintos geométricos, con una coreografía de las piezas donde conviven el azar animado y el marco necesario; y el gusto caprichoso por el juego, que interpreta los ámbitos cotidianos con una combinación inesperada de pupila infantil y refinamiento adulto. Tales son los rasgos que apocopa este frutero para el té, un oxímoron léxico tan exótico como el árbol del pan, y donde se reúnen tatamis y ciruelos, protocolos domésticos y jardines rituales, el olor de la fruta y el vaho de la infusión, cuya aurora humeante transforma el espacio en una atmósfera amniótica de perfume y de niebla, con una ofrenda fragante de tentaciones inasibles, desvanecidas en la penumbra imprecisa de los contornos del sueño.