El tsunami físico de Japón y el tsunami político del mundo árabe han puesto de manifiesto el contraste entre la ejemplaridad de los pueblos y la corrupción de las élites. Y, sobre todo, han evidenciado la fragilidad de nuestras arquitecturas materiales y sociales. Dos civilizaciones han iniciado un proceso de mutación tras el punto de inflexión de un sismo inesperado, provocado por la acumulación de tensiones en el borde de una placa tectónica o en la base de una pirámide demográfica. En ambos casos, un pequeño suceso—una microrrotura geológica, la confiscación de una balanza a un vendedor ambulante—ha sido el batir de alas de mariposa que provoca un huracán: tras el tsunami y la catástrofe nuclear de Fukushima, Japón será un país diferente, donde acaso su refinamiento milenario conseguirá domesticar el autismo hipertecnológico de su cultura de consumo; tras el vendaval de ira que se ha extendido desde Túnez y Egipto hasta Siria, Yemen o Bahrain, y que ha provocado una guerra con intervención occidental en Libia, la región no será la misma, ni será la misma la conciencia de sí que tienen sus gentes.
Tanto en Japón como en el mundo árabe hemos contemplado con admiración la disciplinada dignidad de las poblaciones: el estoicismo dolorido de los afectados por la catástrofe o la pacífica protesta de los humillados y postergados, un hilo conductor de decencia que anuda las ordenadas evacuaciones japonesas y la coreografía alegre de la plaza Tahrir, cuya resolución optimista forzó en dieciocho días la renuncia deMubarak. En contraste, la clase política y empresarial de Japón o los dirigentes de los países árabes han mostrado, sometidos a la prueba de carga del desastre o el levantamiento, su incapacidad para representar o liderar a sus pueblos en momentos históricos de emergencia. Se argumentará que no pueden compararse las insuficiencias de la democracia nipona con los abusos de las autocracias árabes, origen al fin y al cabo de las revueltas iniciadas con la tunecina ‘revolución de los jazmines’: el primer ministro japonés, compungidamente enfundado en un mono de trabajo, parece desde luego muy distante de las pintorescas jactancias del libio Muamar el Gadafi y sus atrezos de drag queen. Sin embargo, el universo jerárquico y teocrático del imperio del Sol —cuyo último representante se dirigió a su pueblo por primera vez desde Hiroshima— impregna aún la sociedad japonesa al igual que el carisma excepcional de líderes como Burguiba o Nasser deja todavía oír sus ecos en los ejércitos que han facilitado las transiciones árabes, y que hoy contemplan la Turquía de Erdogan como un modelo de éxito donde los partidos islamistas coexisten con la casta militar laica forjada por Ataturk.
La gestión de las crisis por las élites japonesas o árabes ha mostrado su alejamiento ensimismado o corrupto de las necesidades de la población: si las relaciones incestuosas entre el gobierno y la industria del archipiélago son responsables de la insuficiente seguridad y la opacidad informativa que ha evidenciado la catástrofe de Fukushima, el incendio de indignación que se extiende por el norte de África y Oriente Medio ha puesto de relieve el enriquecimiento obsceno de unas clases dirigentes incapaces de crear condiciones de vida dignas para sus jóvenes, a los que se niega, junto a la prosperidad, la libertad y la esperanza. Durante mucho tiempo hemos visto a organizaciones islamistas asumir funciones asistenciales que los estados árabes eran incapaces de suministrar; tras el tsunami japonés, hemos vuelto a ver a laYakuza—al igual que después del terremoto de Kobe en 1995— organizando el apoyo a las víctimas y poniendo en marcha comedores de emergencia antes de que lo hiciese el propio estado. Por más que unos persigan implantación social y otros controlar el esfuerzo de reconstrucción, ambos episodios ponen de relieve la incapacidad de las élites gobernantes para estar a la altura de su desafío histórico.
Estas dos grandes mudanzas alterarán el rostro de dos civilizaciones, pero también modificarán irreversiblemente nuestros propios paisajes. El todavía considerable peso de Japón en la economía del mundo, así como su liderazgo tecnológico en áreas clave, se une a los vínculos de Europa con sus vecinos meridionales mediterráneos, esenciales en materia de seguridad, de inmigración y de energía. Este último capítulo puede ser, a fin de cuentas, el que más profundamente transforme nuestras sociedades, nuestras ciudades y nuestros hábitos. A la dependencia del petróleo y el gas del norte de África y el Golfo se suma ahora la inevitable reconsideración de la industria nuclear provocada por el accidente de Fukushima para dibujar un panorama que situará la energía en el centro del debate político. No es seguro que el desastre japonés paralice la construcción de centrales nucleares, al igual que el 11 de septiembre no supuso, como tantos predijeron en su momento, el fin de los rascacielos; pero es muy probable que las nuevas exigencias de seguridad las hagan extraordinariamente costosas, y acaso inviables en la mayor parte de los casos. La carestía energética puede estimular un tránsito acelerado hacia formas de urbanismo y arquitectura más económicas en su construcción y en su mantenimiento: ciudades más densas y edificios mejor adaptados al clima, dos rúbricas en las que tanto la cultura islámica como la japonesa tienenmuchas lecciones que ofrecernos, porque no en vano ambas tradiciones han fertilizado las nuestras propias en distintos momentos de la historia, desde los patios y celosías de Al-Andalus hasta la ligereza pautada y translúcida de la modernidad más escueta, refinada y esencial.
Una y otra cultura constructiva nos enseñan a crear comodidad y belleza con medios limitados, produciendo poesía en un marco de restricciones, y esa es quizá la intuición fulgurante que Nietzsche expresa en Más allá del bien y del mal cuando nos describe «bailando con cadenas». Durante un reciente jurado en Pekín, convocado para elegir el proyecto para la construcción de un gran museo de arte moderno y contemporáneo, el responsable de la institución respondió a mi curiosidad sobre su capacidad de maniobra prescindiendo del intérprete que hasta entonces habíamos empleado y, mirándome a los ojos, pronunciando la única frase en inglés que le oiría durante los tres días de reunión: «I amdancing in chains». Pensé que esa frase ofrecía un buen retrato de las élites modernizadoras en la China actual, pero quizá sea una descripción aúnmejor del desafío que nos aguarda, cualquiera que sea nuestro lugar en el mundo.