Opinión 

Artesanía pixelada

Luis Fernández-Galiano 
30/11/2019


Monumental o minúscula, la obra de Kengo Kuma puede describirse como artesanía pixelada. Su explosión creativa, que abarca todas las escalas y se extiende por cuatro continentes, está gobernada por una devoción paralela al rigor material de la construcción y a la exactitud dimensional de los elementos, que se articulan meticulosamente para formar fachadas tejidas como un tapiz. Desde el colosal Nuevo Estadio Nacional en Tokio, que se convertirá tras los Juegos Olímpicos de 2020 en el símbolo del Japón contemporáneo, y hasta el más pequeño y efímero de los pabellones levantados por el arquitecto, el proceso de proyecto divide el edificio en componentes, diseña estos con exquisita disciplina formal, y ensambla el conjunto guiado por la geometría y la construcción. Pieza a pieza, el perfume táctil de la artesanía se diluye en la musicalidad repetida y rítmica de los elementos, y la solidez de la materia se difumina en el pixelado de las superficies.

Parafraseando al más leído novelista japonés, Haruki Murakami, que ha analizado sus dos pasiones en sendos ensayos, De qué hablo cuando hablo de correr y De qué hablo cuando hablo de escribir, su amigo arquitecto Kengo Kuma podría preguntarse ‘De qué hablo cuando hablo de construir’, y es lícito imaginar que se respondería mencionando su amor a la naturaleza y su devoción por la vida, que hacen a sus obras vibrar con la luz y resonar con el paisaje mientras sirven de escenario tanto para grandes encuentros colectivos como para la coreografía íntima de lo cotidiano. Quintaesencialmente japonés en su respeto por la dimensión poética de los materiales y en su voluntad de fundirse con la vegetación lírica de los jardines, Kuma levanta recintos donde la gravedad sombría de lo sólido deviene penumbra luminosa y etérea, rayada por las pautas listadas del orden constructivo o punteada por la fragmentación modular de los elementos.

Convertido en un gran estudio asentado en los dos extremos de Eurasia, la arquitectura que se produce tanto en la oficina central de Tokio como en la que desde hace una década dirige en París conserva los rasgos distintivos que desde sus inicios hicieron singular la actitud y las realizaciones de Kuma: la deseada desnudez y la estricta disciplina material y geométrica que convirtieron sus obras en reductos de silencio, cuando alrededor todo es estrépito, y ello con una elegancia visual que hace las construcciones más livianas cuanto más terrenalmente materiales. Son estas unas obras que se desvanecen en niebla cuando más parecen invitar al tacto, y cuya comunión con la naturaleza no excluye la atención a su uso social, porque la emoción estética se cimienta en los robustos pilares de la lógica funcional y la lógica técnica: en la obra de Kuma, la exploración sin pausa de caminos inéditos se fundamenta siempre en el soporte firme de la experiencia sin fisuras.


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