La perfección es más ruta que meta. En el siglo XVI, la mística y escritora Teresa de Jesús exhortó a la pobreza y humildad de la vida contemplativa en su Camino de perfección, y ese mismo título sirvió al novelista Pío Baroja para expresar a principios del XX las inquietudes regeneracionistas. El dilema entre camino y destino se abrevia en la réplica del poeta Juan Ramón Jiménez a los discípulos que lo consideraban perfecto: «Quiero querer serlo; pero no quisiera serlo». El empeño creativo en el perfeccionamiento no excluye la aceptación de la imperfección, rasgo al cabo ineludible de toda tarea humana, donde el vértice inalcanzable de la exactitud se somete a la ley económica de los rendimientos decrecientes. Para la arquitectura y el arte, la belleza imperfecta no es sólo la que se halla en una etapa intermedia del camino, sino aquella que se asume como destino estético e imperativo ético, en un tiempo devorado por la bulimia del consumo y el descarte de lo que muestre huellas de desgaste físico o de erosión simbólica.
Cuando Andrés Calamaro, en La parte de adelante, dice a su pareja ser «arquitecto de tus lados incorrectos», el músico y cantautor asocia nuestra profesión a la corrección canónica del universo clásico, pero la más emotiva arquitectura contemporánea es incorrecta, y ha reemplazado la precisión intemporal y helada de la modernidad por una sensibilidad material que no teme mostrar las abrasiones del clima o las cicatrices del tiempo. Esas obras enredadas con la naturaleza y con la historia —desde las pátinas producidas por la lluvia en los muros de Herzog & de Meuron hasta la estratificación de las capas pictóricas en las rehabilitaciones de David Chipperfield—, son hoy también las más estimulantes de la arquitectura española, que con frecuencia debe enfrentarse a edificios dañados por el abandono, el cambio de usos o el transcurso del tiempo, y que aquí se ilustra con la ejemplar renovación por Harquitectes de la sede original de la cooperativa obrera La Lleialtat Santsenca en el barcelonés barrio de Sants.
Estas arquitecturas se hallan en singular sintonía con la estética japonesa del wabi-sabi, que celebra la belleza de lo imperfecto, mudable e incompleto, reconciliándose con la naturaleza a través de la sencillez y la modestia. Hace un cuarto de siglo, el arquitecto Leonard Koren —editor de una revista sobre la cultura del baño, y que sólo ha construido una casa de té— nos familiarizó con los fundamentos de esa estética intelectual y material con un libro escrito ‘para artistas, diseñadores, poetas y filósofos’, que buscaba los orígenes del wabi-sabi en el taoísmo y el budismo zen chino, y que resumía su contenido con un lema: «nada es permanente, nada está terminado, nada es perfecto». No es difícil hallar vínculos de esta actitud con la técnica también japonesa del kintsugi, que repara las piezas de cerámica subrayando las grietas con polvo de oro para exaltar con su huella indeleble la imperfección que las sitúa en el devenir temporal. Esas bellezas imperfectas son también las nuestras, seres frágiles arrojados al río del tiempo.