El ladrillo es el esperanto de la construcción. Si hay alguna cultura que ignora su gramática, son legión las que dominan su vocabulario, expresando necesidades físicas y anhelos inmateriales a través del lenguaje esencial de los prismas cerámicos. Versátil como pocos, e infinitamente variado tanto en la tierra y cochura de las piezas singulares como en la elaborada sintaxis de los diferentes aparejos, el ladrillo es material que aúna lo asequible de sus técnicas y procesos de producción con la facilidad de la puesta en obra, y el excelente comportamiento térmico y mecánico con la elegancia orgánica de su envejecimiento ante la abrasión del roce o las agresiones del clima. Antropológico en su referencia dimensional a la mano humana y alquímico en su transformación del lodo en paralelepípedos exactos y aristados, el ladrillo es un barro que ha experimentado un hálito cálido para devenir idioma universal de la construcción, tan arcaico en sus raíces como sofisticado en sus usos contemporáneos.

Aunque algunos de los representantes más dogmáticos de la modernidad lo condenaron a las tinieblas de la tradición inmóvil, maestros como Mies van der Rohe lo elevaron a medida de todas las cosas, y las meticulosas modulaciones de sus casas-patio enseñaron a una generación de arquitectos; al tiempo que otros como Alvar Aalto combinaron los líricos experimentos cerámicos de su casa de verano en Muuratsalo con las cartas manuscritas de agradecimiento a los seis albañiles que levantaron los muros de ladrillo del Ayuntamiento de Säynätsalo, porque no hay aparejo cabal sin la dedicación cuidadosa de los que lo ejecutan. El ladrillo es moderno a fuer de intemporal, y se presta de igual forma a la reclamación racional de orden geométrico, mallas modulares y normalización productiva que a la reivindicación fenomenológica de percepción táctil, apariencia tibia y permanencia sólida: preciso y cotidiano, el rigor amable del lenguaje cerámico se entiende de inmediato en cualquier geografía o clima.

En nuestras latitudes, el ladrillo ha sido casticista y contemporáneo. «El material pobre de los bellos monumentos mudéjares» era tradicional por su empleo histórico y vernáculo, y moderno por la austera sobriedad funcional de sus piezas repetidas y modestas. La Edad de Plata española se alojó en los escuetos prismas de ladrillo de la Residencia de Estudiantes, donde Antonio Flórez expresó los ideales renovadores de Giner de los Ríos y Cossío con laconismo monacal, y en la Casa de las Flores, donde Secundino Zuazo materializó con desnudos volúmenes cerámicos una nueva forma de habitar la ciudad; mientras el vanguardista y fascista Ernesto Giménez Caballero asociaba el ladrillo al pueblo llano, reclamando encerrarlo con clásicos marcos pétreos y coronarlo con góticas cubiertas de pizarra. Pero el ladrillo ha llegado a nuestros días libre de constricciones o mestizajes materiales, rotundo en su aplomo modesto y suficiente, genuino idioma compartido de la construcción elemental en el planeta.


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