Opinión 

Elecciones francesas

Entre los inmateriales y la tradición moderna

Opinión 

Elecciones francesas

Entre los inmateriales y la tradición moderna

Luis Fernández-Galiano 
19/03/1993


Cuando los franceses eligen políticos, eligen arquitectos. En los últimos veinte años, las elecciones presidenciales, legislativas o locales han tenido una repercusión arquitectónica muy superior a la habitual en otros países. Los comicios a doble vuelta de los días 21 y 28 de marzo pueden hacer algo más que clausurar la década socialista: pueden dar por terminada la arquitectura de Mitterrand.

La arquitectura que viene es una incógnita; y no tanto porque los dos principales partidos conservadores no hayan expresado opiniones arquitectónicas, cuanto porque éstas han sido abiertamente contrapuestas. De hecho, tanto el líder de la centrista UDF, Valéry Giscard d’Estaing, como el de la gaullista RPR, Jacques Chirac, han tenido ocasión de intervenir decisivamente —desde la presidencia de la República o desde la alcaldía de París— en el debate arquitectónico, pero lo han hecho desde sensibilidades muy diversas.

Paradójicamente, el general De Gaulle no eligió expresar la grandeur a través de la arquitectura; sus sucesores, en contraste, se han aplicado a ella con vehemente afición, y la capital de la nación ha sido el inevitable escenario de sus representaciones arquitectónicas. Georges Pompidou fue el artífice de la autopista del Sena y algunos otros dislates modernos, pero permanecerá en la memoria asociado al edificio que lleva su nombre: un centro de arte tan original en sus objetivos culturales como en su aspecto industrial, y que se terminaría en 1977, tras la muerte de Pompidou, como un monumento tardío al optimismo tecnológico de los años sesenta.

Giscard llegó al Elíseo en 1974 dispuesto a corregir los excesos modernos, pero no puede decirse que le acompañara la fortuna. Intentó —sin éxito— detener la construcción del Centro Pompidou, lo que fue interpretado por los gaullistas como un insulto, y se aplicó a proponer, para el gran agujero excavado en el antiguo emplazamiento del mercado de Les Halles, diversas recetas historicistas elaboradas por su asesor Ricardo Bofill, que fueron sucesivamente naufragando en las frondas burocráticas municipales.

Cuando Chirac alcanzó la alcaldía de París en 1977, la política urbana de la capital fue uno de los principales campos en los que marcó distancias con el presidente, del cual había sido primer ministro, pero que se convirtió desde entonces en su rival más encarnizado. Tras su elección, el nuevo alcalde anunció su intención de ser el ‘arquitecto-jefe’ de la ciudad, y después de un año de forcejeos lo consiguió, tras el abandono final de Les Halles por Giscard, rubricado simbólicamente por la demolición allí de las construcciones de Bofill que Chirac había calificado como «greco-búdicas».

De esta forma, el populismo moderno del gaullismo se impuso frente al tradicionalismo posmoderno del aristocratizante Giscard, cuyo campo de acción quedó limitado al museo del burgués siglo XIX en la desocupada estación de Orsay, y a los terrenos del antiguo matadero de La Villette, donde propuso un gran parque académico ‘a la francesa’. Pero ni siquiera este último objetivo llegó a buen puerto, ya que la elección de Mitterrand en 1981 supuso la liquidación sistemática de las prioridades patricias de su antecesor y, si bien no se pudo alterar el proyecto de Orsay para hacerlo un museo de la cultura maquinista y revolucionaria desde 1848, sí se alcanzó a sustituir el jardín francés que soñó Giscard en La Villette por un parque moderno salpicado por rojas folies neoconstructivistas.

Monumentos mediáticos

Los grandes proyectos de Mitterrand durante los ochenta están demasiado próximos como para necesitar ser recordados. Sus hábiles pactos con el Chirac alcalde y su maquiavélica cohabitación con el Chirac primer ministro desde 1986, unida a su reelección en 1988 para otro septenato presidencial le han permitido verlos casi todos realizados. Únicamente la gran exposición conmemorativa del Bicentenario de la Revolución Francesa en 1989, propuesta inmediatamente después de ser elegido en 1981, y abandonada finalmente en 1983, debe anotarse entre los proyectos no realizados. Los demás se han ido llevando escalonadamente a término, nunca sin polémica, pero siempre con aplomo.

La Pirámide y el Gran Louvre, el Arco de La Défense, el Instituto del Mundo Árabe, la Ciudad de las Ciencias, la Ópera de La Bastilla, el Ministerio de Finanzas, y, en esta última fase, la Biblioteca de Francia y el Centro de Congresos dibujan un panorama de realizaciones verdaderamente formidable en las dimensiones y en la intención monumental, que justifican de sobra el apodo de ‘Mitterramsés’ que le ganó tan faraónico programa.

En el umbral de la desbandada socialista que garantizan la derrota electoral, la difícil cohabitación posterior de un Mitterrand erosionado por el ejercicio continuado del poder —ha estado en el Elíseo más tiempo ya que el propio De Gaulle— y el big bang anunciado por la gran esperanza de la izquierda gala, Michel Rocard, y en el marco inevitablemente restrictivo de una crisis económica, hay que considerar cerrado el ciclo arquitectónico de los ochenta. La arquitectura espectacular y mediática que creció en París al amparo de los grandes proyectos del Presidente, y en provincias al calor de la creciente rivalidad entre las ciudades por atraer las inversiones, ha llegado al final de una etapa en la que disfrutó de un monopolio indiscutido.

Durante la era Mitterrand, la arquitectura fue monumental y tecnológica, de forma grandilocuente y retórica al principio, y más próxima al minimalismo desmaterializado en las postrimerías de su reinado republicano. El abandono de la utopía social y la aceptación unánime del mercado fue paralela a la adopción de la estética comunicante y la transparencia inmaterial en edificios construidos con metal y vidrio, dinámicos y helados, tan secos en su geometría y tan norteamericanos en su futurismo anónimo que recibieron el nombre de hard french. La arquitectura conceptual, comercial y nómada de Jean Nouvel ha sido el espejo en el que se han mirado muchos de los jóvenes, de Dominique Perrault a Francis Soler, y el modelo más admirado durante el periodo.

En los últimos años, sin embargo, y coincidiendo con el declive del monetarismo y la desilusión con el socialismo mercantil y mediático, en Francia ha resurgido, de la vieja cepa del purismo de Le Corbusier, un brote neomoderno que aspira a resucitar las formas heroicas y las certidumbres plásticas de los años treinta. Aglutinado en tomo a un arquitecto y profesor de origen peruano, Henri Ciriani, que lleva en Francia algo más de la mitad de sus 56 años, y que ha tenido la fortuna de contar con discípulos tan dotados como Michel Kagan, el movimiento neomoderno sustituye el vidrio por el hormigón, la estética cinematográfica por la pictórica, la ligereza cambiante por la sensualidad grávida y la noche americana por el día mediterráneo.

La Pirámide de Ieoh Ming Pei en el Louvre (arriba) es el símbolo por excelencia de la era Mitterrand, sustituida ahora por una corriente formal de reivindicación purista, una de cuyas muestras más significativas es la sede parisiense de Canal + (abajo), de Richard Meier. 

Las más recientes realizaciones de Ciriani —el Museo de la Gran Guerra en Peronne, y el todavía no finalizado Museo de Arqueología en Arles— son dos construcciones severas y solemnes, de una gravedad antigua y luminosa que recupera los volúmenes escultóricos de Le Corbusier. El gran maestro moderno es también el inspirador de las obras más importantes de Michel Kagan, la Ciudad Técnica y la Ciudad de los Artistas, dos grandes edificios en París que utilizan con soltura un lenguaje neoplástico para combinar geometrías elementales que se modelan por la luz.

Pero el edificio que de forma más visible expresa en la capital francesa este retomo a las fuentes modernas es, curiosamente, obra de un norteamericano que admira a Le Corbusier por encima de todo, Richard Meier. Próxima al Sena, la sede de Canal + combina la elegancia blanca de una gramática purista de chapas esmaltadas, con cultas y previsibles referencias abstractas a su entorno, y se inscribe en el paisaje con deliberada intención plástica.

Este historicismo moderno puede, en un momento de tránsito político, tranquilizar muchas inquietudes y es, por tanto, un firme candidato para sustituir a la arquitectura tecnológica, inmaterial y mediática de la era Mitterrand. El gusto conservador de Giscard, lejos en el tiempo los arcaísmos estilísticos que le hicieron comportarse como un anticuario displicente, puede encontrar placer en el academicismo ‘francés’ del neomoderno; el populismo gaullista de Chirac, templado por el refinamiento de Balladour, hallará en él igualmente una adecuada combinación de modernidad y tradición; los comunistas verán en las formas heroicas de los treinta un homenaje y una nostalgia; y los ecologistas deben preferir la convención constructiva a la utopía hipertecnológica, despilfarradora de energía y recursos, de la arquitectura desmaterializada.

Todas las sensibilidades extrañas a la década socialista pueden conspirar con la crisis económica para que, en los noventa, la arquitectura francesa regrese a la tradición moderna. 


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