La arquitectura de la casa es la arquitectura de la ciudad. Desde Filarete, los tratadistas gustaban explicar la casa como una ciudad en miniatura y, recíprocamente, la ciudad como una casa grande. Aunque la mera acumulación de alojamientos no hace una ciudad, lo cierto es que la mayor parte del tejido urbano está formado por viviendas, y la urbe reproduce a gran escala las funciones que rigen el microcosmos residencial. Si la ciudad no es sino la cristalización física de las relaciones entre los ciudadanos, si las poblaciones sólo se entienden con el argumento de su población, y si las habitaciones están tejidas con la urdimbre de sus habitantes, se comprende que a la postre la forma residencial determine la forma urbana. Desde las pequeñas agrupaciones de viviendas a los grandes conjuntos residenciales, los tipos domésticos y sus modos de agrupación definen la estructura de la ciudad y modelan su ambiente característico, de manera que cualquier proyecto de vivienda resulta contener en su seno un proyecto urbano, manifestando el dibujo del tapiz que vincula los hilos individuales de vidas independientes con la trama tupida y coral de la existencia colectiva.

Esta malla testaruda de trayectorias enredadas dibuja una geografía voluntaria y un paisaje artificial al que llamamos ciudad: una construcción deliberada que suministra los escenarios de lo doméstico, y que a la vez proviene de la multiplicación reiterada de la rutina residencial. Experimental en cuanto expresa el artificio de lo fabricado, y resistente en cuanto obedece a la tenacidad de los hábitos en el entorno mudable de una ciudad que «cambia más deprisa que el corazón humano», la arquitectura de la vivienda se debate entre la innovación que procura el proyectista y la continuidad que reclama el promotor, protagonistas paralelos de un proceso que con frecuencia excluye al habitante: usuario para uno de sus espacios, consumidor para otro de sus superficies, pero rara vez respetado como residente autónomo que busca en la vivienda una utopía doméstica y un domicilio civil. Ofende al ocupante quien le somete contra su voluntad a experiencias caprichosas, convirtiéndolo en obligado conejillo de indias de la fabulación artística; y no le ofende menos quien le halaga en su gusto estragado, ofreciéndole fantasías triviales de lujo confortable.

Capilarmente introducida en todos los terrenos de la práctica profesional, la llamada arquitectura de autor ha colonizado también el ámbito de la vivienda, quizás el campo más reticente a la expresión singular por la evidente naturaleza plural de su condición sociológica. Desde luego, la imposición de la autoría sobre la materia dócil de la residencia colectiva exuda un aroma imperativo —a medio camino entre el totalitarismo demiúrgico de la aventura estética y el sometimiento a las leyes de hierro del espectáculo mediático— que obliga al escepticismo. Pero la servidumbre aún más onerosa a los mecanismos degradados del mercado inmobiliario, implacables generadores de mediocridad residencial y urbana, suscita un recelo todavía mayor, y una indignación impotente ante los productos construidos por esa maquinaria colosal. Entre la Escila del narcisismo afirmativo y la Caribdis de la comercialidad previsible, acaso sólo el fundamento urbano de la arquitectura de la vivienda sirve a la vez como orientación intelectual del proyecto doméstico y como papel tornasol que discrimina la calidad en el magma confuso de las obras residenciales.


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