La vida interna precisa el exterior. Durante la pandemia, el confinamiento nos recordó que necesitamos la relación con otros y el contacto con la naturaleza. Desde el ensimismamiento íntimo, que es un refugio y una celda, debemos abrirnos a los demás y al mundo. Quizá por eso, el interior externo no es tanto un oxímoron como una complementariedad. El vínculo con los otros, aun en ausencia de presencia física, puede mantenerse por medios tecnológicos, pero la relación con el entorno exige al menos el contacto que otorgan el aire y las vistas. Apropiarnos de la naturaleza mediante la piel y la mirada es fácil en las casas, estén situadas en núcleos urbanos, en las periferias de ciudades o en el medio rural, como de hecho se agrupan las publicadas en las páginas siguientes; esta apertura es sin embargo más difícil en las viviendas, a menudo sin contacto con el suelo, de modo que la relación con la naturaleza abreviada corre a cargo de ventanas, balcones y terrazas.
En contraste con la evidentemente más directa apertura al entorno físico de la casa exenta, la vivienda colectiva permite una relación más espontánea con el entorno social: si la primera codifica y regula la visita, encerrando a sus ocupantes en el caparazón protegido de los vínculos familiares más próximos, la segunda se abre al encuentro azaroso con vecinos o habitantes del barrio, desarrollando una forma diversa de sociabilidad, en ocasiones comunitaria. Y no hace falta insistir una vez más en la sensatez económica y ecológica de la ciudad densa, compacta y compleja, escasamente compatible con el sueño aspiracional de la casa, pero no menos capaz de ofrecer una vida plena, en contacto con los demás y la naturaleza, presente tanto en los grandes parques metropolitanos o en las plazas como en los jardines de barrio o de manzana, y aun en el arbolado que alivia y ameniza ese objeto de abuso de la modernidad dogmática, la calle corredor.
La casa, por su parte, exhibe el atractivo que le otorga la disolución en el entorno natural, los límites con el cual se marcan a veces con un nítido trazo, pero más frecuentemente se desdibujan permitiendo que la vegetación colonice sus interiores o insertando lo construido en el paisaje circundante. Especularmente enfrentadas a la naturaleza, y siempre incorporándola visualmente al ámbito interior, las casas exacerban ese diálogo con el énfasis en sus perímetros, que marcan territorio delimitando su protección al tiempo que declinan el alfabeto de los lugares intermedios, los patios y los porches cuya simultánea condición interior y exterior dulcifica el tránsito y facilita el uso en los muchos climas que lo permiten. Si es cierto que necesitamos reductos donde refugiarnos del fragor del mundo, también lo es que precisamos abrirnos al enriquecimiento que otorga el trato con los otros y al placer que brinda la naturaleza, y estos interiores externos lo ilustran bien.