El continente negro ha mudado al verde: en el corazón de las tinieblas se abre paso la esperanza, y tanto en las selvas y sabanas subsaharianas como en la primavera política de la costa mediterránea despuntan brotes verdes que nutren la confianza en un futuro posible. Tras décadas de estancamiento y desesperación, África comienza a ver la luz, con un crecimiento vigoroso, el surgimiento de una extensa clase media y una mayor estabilidad institucional, que se ha manifestado en el territorio a través de un formidable auge urbano y algunas estimulantes muestras de buena arquitectura. Dos publicaciones recientes dan cuenta de este paisaje en mutación: The Economist, bajo el título ‘Africa rising’, asegura que África tiene hoy la oportunidad de seguir los pasos de Asia; y nuestro Atlas arquitectónico de África y Oriente Medio documenta exhaustivamente la zona, mostrando abundantes ejemplos de la transformación de su entorno construido.

Aunque el crecimiento económico de África es impresionante, la mayor parte de sus mil millones de habitantes viven aún en la pobreza, asediados por sequías, hambrunas y enfermedades como la malaria o el sida. El boom de las materias primas, la pujante demografía y el mejor gobierno han contribuido a este ascenso, pero la demanda de petróleo, oro, diamantes, cobre o coltán puede sufrir fluctuaciones que asfixien la naciente prosperidad; si no se crean suficientes empleos, el ‘dividendo demográfico’ que otorga la población joven puede transformarse en frustración; y aunque la paz y la democracia hayan avanzado, todavía —como señala la revista británica— muchos de los estados más ineptos del mundo se encuentran entre los desiertos del Sahara y el Kalahari. En África hay hoy más teléfonos móviles que en Europa o en Estados Unidos, pero la producción de alimentos por persona se ha desplomado desde la descolonización.

Estos contrastes se dan también en el territorio, donde coexisten prósperas metrópolis impulsadas por las rentas petroleras o mineras con interminables extensiones de construcción espontánea; donde tanto el patrimonio vernáculo como la herencia moderna colonial están amenazados, mientras el ‘modelo Dubái’ del actual boom inmobiliario prospera en los centros de negocios y turísticos; y donde la transformación de las infraestructuras y áreas urbanas promovida por China en el África Central y Oriental o los inversores del Golfo en el Magreb no excluye la precariedad de la vida cotidiana de la mayoría, que sobrevive en aldeas miserables de belleza intacta o en ciudades de vibrante creatividad material. Y en este magma cambiante aparecen de cuando en cuando obras de arquitectura de valor singular, que reconcilian tradición y modernidad para transmitir un mensaje de confianza en el futuro de un continente que sin duda la merece.


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