Europa es un continente sin contenido. El inventario de su arquitectura residencial más reciente confirma un diagnóstico venial: esta doncella ajada adolece sólo de vacuidad. Hueca de propósitos o sueños, su vida confortable persevera bajo un atuendo elegante y trivial. Del conjunto heteróclito al intersticio urbano, la vivienda europea construye paisajes plácidos y previsibles, donde se pauta la rutina próspera de sus habitantes conformes. Conservadora en el fondo y renovadora en la forma, esta vivienda amable combina la convención de los tipos con la invención de las pieles, y en esa subversión cautelosa de la norma reside tanto su atractivo táctil como su matizada fascinación visual.
Si la sugestión seductora de las fachadas nos asalta en ocasiones por sorpresa, la regularidad narcótica de las plantas remite menos al sobresalto que a los hábitos. Acorazada en la nada cotidiana, la residencia europea se complace en el fulgor mate del privilegio geográfico, fingiendo poder blindarse frente al territorio violento de la necesidad extrema: en este continente carenado sólo caben contactos contenidos, que amortiguan por igual emociones y tránsitos. Ante la ecuanimidad indiferente del entorno europeo, la vivienda despliega un versátil abanico de proyectos eclécticos, desde las maclas mixtas y las suturas quirúrgicas hasta las torres y bloques de la tradición moderna.
En todos los casos, la piel de la ciudad se maquilla con el material refinado de los revestimientos minuciosos, y en algunos, la conjunción de la forma inesperada con la belleza impasible de un rostro insólito otorga a la vivienda el privilegio del protagonismo urbano. Pero si ocasionalmente se complace en el espectáculo arquitectónico, la residencia europea no es en ningún caso una fábrica de sueños; despojada de la dimensión utópica moderna, donde la forma de la casa era otra forma de representar la forma de la ciudad, y donde proyectar el futuro residencial equivalía a proyectar el futuro urbano, la vivienda contemporánea no propone maneras diferentes de vivir: nuestra casa duerme, pero no sueña.
Ensimismada en su laberinto, Europa se resiste a mirar más allá de su frontera frágil: la crisis populosa del mundo islámico, las convulsiones del cambio en Rusia, el musculoso desorden asiático, el horror abisal del África subsahariana o la esperanza quebradiza de América Latina. Acaso sólo la fractura dramática de la guerra en sus lindes, con el panorama de pesadilla de las multitudes desplazadas, pueda despertar a Europa de su sopor vacío; y es posible que sea precisamente en las ciudades efímeras de lonas y de lodo que albergan la tenacidad superviviente de los refugiados donde los europeos se golpeen con su sueño, y donde este continente fatigado encuentre al fin su insomne contenido.