La II Bienal de Arquitectura Española se botó ayer en Santander; pero navega ya a la deriva. Organizada por el Ministerio de Obras Públicas y Transportes, el Consejo Superior de los Colegios de Arquitectos de España y la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, la Bienal consta de una exposición de 36 obras de los años 1991-1992 (exhibida durante el verano en las salas de la Universidad Pontificia de Comillas) y diversos cursos, jomadas y talleres que llevarán a Santander, durante la segunda quincena de julio, a casi un centenar de conferenciantes, ponentes y profesores.
El evento —que cuenta con la presidencia de honor de la reina Sofía, un presupuesto de sesenta millones de pesetas, un equipo coordinador de veinte personas y el patrocinio, para alguna de sus actividades, del Ministerio de Cultura, Comunidad y Ayuntamiento de Madrid, empresas constructoras y organismos varios— supone un ambicioso esfuerzo de promoción y crítica de la arquitectura española reciente. Sin embargo, si hemos de juzgar por la lista de realizaciones que se destacan del último bienio, es obligado dejar constancia de la decepción por la distancia entre lo amplio del empeño y lo menguado del logro: la montaña de instituciones, medios y personas ha parido un flaco ratoncillo.
Mensaje desorientado
Las 36 obras seleccionadas, que están lejos de ser representativas del bienio recién terminado, carecen asimismo de cualquier hilo conductor, más allá de una cierta voluntad de reparto geográfico y tipológico. Bajo el lema de ‘La arquitectura del silencio’, el jurado —formado por el presidente de la Bienal, tres representantes de las instituciones convocantes y cuatro arquitectos— agrupó un conjunto de obras de tan diversa calidad, significado o importancia que no transmiten otro mensaje que la completa desorientación de los organizadores.
Aunque la convocatoria de la Bienal anunciaba su intención de «descubrir y exponer» arquitecturas de pequeña escala fuera del eje de las efemérides, Barcelona-Sevilla, lo cierto es que finalmente se han seleccionado obras de tan vastas dimensiones y dudosa calidad como el Parque Juan Carlos I (220 hectáreas de retórica grandilocuente junto a los Feriales madrileños); que se han incluido edificios importantes del bienio, como la estación de Santa Justa (Cruz y Ortiz), el Palacio de los Deportes de Badalona (Bonell y Rius) o el Pabellón de la Navegación (Vázquez Consuegra), independientemente de su tamaño; que se han introducido dos obras olímpicas y cuatro de la Sevilla de la Expo, pese a la declaración inicial; y que todo ello se ha hecho con gran confusión y absoluta falta de criterio.
Hasta tal punto es ello así que, a la hora de dar cuenta del bienio, resultan más significativas las ausencias que las presencias. Porque, ¿puede justificarse la ausencia de los dos maestros más respetados de la arquitectura española, Alejandro de la Sota y Francisco Javier Sáenz de Oíza? En el caso de Sota puede argumentarse que su edificio de Juzgados de Zaragoza se terminó al filo del periodo considerado, pero Oíza ha inaugurado el Palacio de Festivales en Santander, el edificio central de los Recintos Feriales de Madrid y la primera fase de la Torre de Triana en Sevilla. ¿Ninguna de estas obras ha influido en el debate reciente?
Lo mismo cabe preguntarse de Rafael Moneo, cuyo prestigio intelectual y artístico es, por cierto, paralelo a su fecundidad: en el bienio ha terminado el aeropuerto de Sevilla, la estación de Atocha y el Museo Thyssen en Madrid, y la Fundación Miró en Palma de Mallorca, edificios todos ellos ausentes de la selección. ¿Y qué decir de Oriol Bohigas, cuya arquitectura es tan discutida como general el aprecio por su trabajo urbanístico? Una bienal que incluye diseño urbano no puede excluir ¡de 1992! a Bohigas, el factor de la Barcelona Olímpica, sin parecer arbitraria.
En sus dos últimas ediciones, el más prestigioso premio catalán (el FAD, otorgado por la Asociación para el Fomento de las Artes Decorativas) ha sido concedido al Polideportivo y Centro de Pelota, de Jordi Garcés y Enric Soria, y a las viviendas en la Villa Olímpica, de Elías Torres y José Antonio Martínez Lapeña. Ninguna de las dos obras figura en la Bienal, ni tampoco ninguna otra de los mismos autores. Sería deseable que el término ‘arquitectura del silencio’ no significase, como por desgracia parece, silenciar a los mejores.
¿Se pueden olvidar, en el balance del bienio, edificios como el Palacio de Congresos y Exposiciones de Salamanca, la obra más importante del arquitecto y pintor madrileño Juan Navarro Baldeweg, o realizaciones como el cementerio de Igualada, la más significativa y lograda de los barceloneses Enríe Miralles y Carme Pinos? En el caso de Navarro se incluye su biblioteca en la Puerta de Toledo de Madrid, de mucha menor relevancia que la gran cúpula ingrávida de Salamanca, pero Miralles está enteramente ausente de la lista bienal.
En la relación faltan igualmente dos de nuestros arquitectos más internacionales, Santiago Calatrava y Ricardo Bofill: el primero ha dejado en Sevilla con el puente del Alamillo, y en Barcelona con la torre de Montjuïc, dos hitos difíciles de pasar por alto; y el segundo ha inaugurado en el aeropuerto del Prat barcelonés su etapa high tech. Tampoco figuran varias importantes parejas catalanas (Piñón y Viaplana, Bach y Mora, Clotet y Parido), además de arquitectos tan notorios como Víctor López Cotelo, Manuel Gallego, César Pórtela o Josep Lluís Mateo.
Tres de las obras premiadas en la II Bienal de Arquitectura Española: en el encabezado del artículo, el Palacio de los Deportes de Badalona, de Bonell y Rius; arriba, la estación de Santa Justa en Sevilla, de Cruz y Ortiz; abajo, el Pabellón de la Navegación en la Expo 92, de Vázquez Consuegra.
Todo lo anterior no significa, desde luego, que en la selección de la Bienal no haya obras de mérito; por el contrario, muchas lo tienen, y algunas, como las ya mencionadas de Cruz y Ortiz, Bonell o Vázquez Consuegra, en grado superlativo, de manera semejante a como ocurre con otras obras, también incluidas, del catalán Ferrater, el vasco Linazasoro o los madrileños Casas y Bayón. Pero sí significa que un balance bienal que no incluya a Sota, Oíza, Moneo, Boñigas, Miralles, Calatrava... resultará gravemente distorsionado.
Acaso se argumente que las ausencias tienen su origen en que ninguna persona o institución propuso obras de los arquitectos en cuestión. Sin embargo, en la I Bienal de Arquitectura, celebrada en 1991 con los mismos requisitos de presentación, se incluyeron obras de la mayor parte de los mencionados, y ello pese a que entonces se eligieron edificios de sólo 16 autores, frente a los 33 presentes en esta edición. De hecho, sólo 4 de los 16 arquitectos de la I Bienal han sido seleccionados en ésta, y uno de ellos es miembro del actual jurado. No parece razonable pensar que en el breve plazo de dos años se haya producido semejante terremoto crítico.
Se puede hacer una bienal de arquitectura pequeña; se puede hacer una bienal de arquitectura joven; se puede hacer una bienal de arquitectura desconocida, remota o exótica, de la misma manera que se puede hacer una bienal de arquitectura canónica con los edificios más representativos e influyentes: pero lo que no se puede —o no se debe— hacer es un cajón de sastre, ayuno de argumento y de criterio, que mezcle lo importante con lo insignificante y lo excelente con lo lamentable, sin orden ni concierto. El resultado es una bienal desconcertada y desconcertante, desorientada y trivial.
Es posible que, como se dice, muchos cocineros estropeen el cocido. Aquí, un pelotón de instituciones y personas ha removido la marmita sin gran coordinación y menos talento culinario. Era difícil que saliese bien el guiso. Suele afirmarse que un camello es un caballo diseñado por un comité. Quizás esta bienal, más bien que un ratón rosado y ágil alumbrado por el generoso vientre de las instituciones (malamente) concertadas, sea un animal de jorobas involuntarias impuestas por la (sorda) concertación institucional.
En todo caso, la Bienal se inaugura con una «jomada de debate internacional» entre cuatro arquitectos madrileños, un catalán y un portugués (no se sabe si lo de internacional es por el catalán o por el portugués) sobre «lo sustancial unánime», que propone oír la «arquitectura del silencio» y «ahondar más y más en el profundo consistir de la belleza». Desde luego, en la Bienal abunda más lo insustancial que lo sustancioso, y en lo que respecta a lo unánime, este crítico se siente más bien exánime ante mezcla tan indigesta como la servida en Santander. La belleza, por su parte, debe efectivamente hallarse muy profunda, porque no es fácil de hallar entre la consistente confusión del evento. Oír la arquitectura del silencio, en fin, ha de resultar dificultoso entre el clamoroso rumor de la «tribu de los charlatanes» (como la llama Hans Magnus Enzensberger), que vivaquea en los campus estivales.
Ratón sustancial o camello unánime, el pasajero bienal de este bote sin rumbo necesita urgentemente una brújula y una sonda: el «profundo consistir» de los escollos puede hacerle «ahondar más y más» en el océano.