Los Juegos Olímpicos de 2008 certifican simbólicamente el protagonismo de China en el mundo de hoy: la mayor nación de la tierra exhibe su poder económico y su capacidad organizativa a través de un evento deportivo, político y urbano que sitúa al ‘país del centro’ en el centro del escenario global. Al mismo tiempo, las colosales construcciones promovidas por el acontecimiento —diseñadas sobre todo por extranjeros— hacen del Pekín olímpico un formidable laboratorio de arquitecturas que permiten tomar la temperatura a una disciplina febril. Elevándose sobre un paisaje de violento crecimiento inmobiliario y oceánica devastación urbana, que ha hecho desaparecer buena parte del tejido tradicional de hutongs y casas-patio, las cinco grandes obras de iniciativa pública impulsadas por la cita con los cinco anillos—a las que aquí se añade un sexto proyecto de promoción privada como ejemplo de la ebullición constructiva del país— suministran emblemas del auge de China, pero también ilustran el actual debate de la arquitectura.
El aeropuerto de Norman Foster, con su exacto diagrama de flujos y una levedad luminosa inesperada en la que a fin de cuentas es la mayor construcción del planeta, muestra la testaruda vigencia de la modernidad; una actitud estética no ajena al Teatro Nacional del polytechnicien y también autor aeroportuario Paul Andreu, cuyo elipsoide nacarado de vidrio y titanio sobre el agua evoca de forma inevitable esa monumentalidad geométrica francesa que solemos remitir a Boullée. Posmodernas en su figuración epidérmica de mallas azarosas son, en contraste, las dos grandes obras deportivas del Parque Olímpico: el extraordinario estadio de Herzog y de Meuron, convertido en un icono instantáneo de los Juegos —a la vez tectónico y pirotécnico—, a través de una gigantesca madeja que teje el acero para conformar lo que se ha asociado a un nido íntimo y titánico; y las seductoras piscinas de PTW, conocidas como el cubo de agua por haber revestido su recinto prismático con una piel traslúcida de mullidas células o burbujas realizadas con ETFE. Y dubitativos entre la posmodernidad epitelial y la modernidad heroica son los dos proyectos en altura, el poderoso logo en forma de marco doblado construido por OMA para sede de la CCTV, con su expresión caligráfica de los esfuerzos estructurales y sus alardes gimnástico-formales, en una tradición que se extiende desde el Wolkenbügel a la Max Reinhardt Haus, pasando por las torres KIO; y el Linked Hybrid de Steven Holl, ocho torres enlazadas que unen la abstracción metafísica de su bodegón residencial y el dinamismo técnico de sus pasarelas fabriles, en la estela de las que admiramos en la fábrica Van Nelle o la Pompeia.
Esta legión extranjera de excelencia —tan sólo el artista chino Ai Weiwei figura destacado en los créditos, como colaborador ilustre en el proyecto del estadio— ha procurado interpretar las necesidades y peculiaridades del país, pero ha usado también esta ocasión tan singular para construir con su propio lenguaje y para trasladar a la capital de China los dilemas presentes de la arquitectura occidental. Europeos en su mayoría —británicos, franceses, suizos, holandeses y aun alemanes si hubiéramos incluido el gran eje urbano diseñado por Albert Speer Jr.—, con la presencia testimonial de un equipo australiano y otro norteamericano, esta reunión de talento foráneo excluye significativamente a los asiáticos— sin duda porque era impensable otorgar encargos esenciales a japoneses, con diferencia los arquitectos más cualificados del continente—, aunque no por ello deja de resultar representativa del momento actual: este Pekín habla tanto de China como de una arquitectura global indecisa entre la función y el espectáculo.